sábado, 26 de octubre de 2024

A las tres en torniquetes




La vi entrar al Metro. Se detuvo en los torniquetes. Sacó su tarjeta de una bolsa grande, dorada, que siempre llevaba con ella. Sus jeans apretados le moldeaban las piernas, y desde las rasgaduras traseras del pantalón resplandecían sus muslos morenos. De espaldas lo que más imantaba la atención eran sus nalgas jugosas, de una redondez que daba vértigo imaginarlas desnudas, recorrerlas con las manos equivaldría a darle una vuelta completa al planeta.

Me fui detrás de ella. La dejé caminar para fascinarme con el espectáculo de su vaivén. Se detuvo de pronto y se volvió para decirme:

—¡Uy, me asustaste! —exclamó Aleida. —Te ando buscando y vienes atrás de mí —se abrieron sus ojazos de obsidiana.

—Yo siempre quiero ir detrás de ti.

Destelló su dentadura de niña. Se paró de puntitas y me dio un beso de piquito con la frescura de sus 17 años.

Yo le doblaba la edad y le llevaba un mundo de experiencias pero ella me devolvía las sensaciones de la secundaria, el entusiasmo de la primera novia de manitas sudadas. Aunque la gente a veces nos lanzaba miradas de desaprobación porque ella se veía demasiado joven a mi lado, yo sentía la plenitud de la masculinidad andando juntos de la mano. Por eso cuando a solas, en las largas sesiones de arrumacos, me salían las urgencias de hombre, me frenaba porque la consideraba casi una inocente.

Y digo casi por lo que ella me había contado. En su casa su mamá Alina, dedicada al comercio, tenía muy malas costumbres. Desde que corrió al papá de las niñas, por mantenido, llevaba diferentes hombres a dormir, si es que llegaba porque luego nada más les dejaba dinero y una nota diciendo que se prepararan comida en el microondas. Y para su hermana menor, Alauda, cambiar de novios era como cambiar de tangas.



—Pero no tiene tantas tangas; en cambio sus novios pueden hacer una fila más larga que la de los huérfanos de la parroquia —decía mi Aleida riéndose.

—¿Y tú cuántos novios has tenido? —le preguntaba yo.

—Nada más uno que me dejó para irse a trabajar a Estados Unidos y allá se casó con una gringa —me respondía con cierto tono de amargura y los ojos humedecidos porque era de lágrima fácil.

—¿A dónde quieres ir hoy? —le decía yo para desviar la conversación y ella me contestaba a la feria o a ver la última película de Disney. En la feria yo la veía subirse incansablemente a los juegos mecánicos más violentos que a mí siempre me mareaban: las tazas, el martillo o la montaña rusa, donde a cada vuelta me iba saludando con su manita morena. En el cine se me dormía en los brazos y tenía que despertarla para irnos.

Después salíamos a comer hot dogs o hamburguesas con papas y mucho cátsup. Me habría gustado invitarla a uno de esos restaurantes de cortes de carne y bufet de ensaladas pero ella era más feliz cenando en las pozolerías o en los cafés de chinos.

Terminando el recorrido la llevaba de vuelta antes de las diez para que ella pudiera decir que había regresado en el Metro y porque no quería que su mamá fuera a reclamarme. Nunca la dejé en la puerta de su casa porque ella misma me impedía bajar del auto diciendo que su barrio era muy bravo. Del estacionamiento a su casa había que pasar un corredor bastante peligroso y los vecinos que no me conocían podían darme un susto.

Yo aprovechaba las despedidas para comerla a besos, agarrarla casi con desesperación y morderle los cachetes. Ensayábamos todos los tipos de ósculos, desde los ensalivados hasta los de lengüita acompañados de caricias. Cuando intentaba sacarle los pechos o meter los dedos en su pantalón ella me detenía.

—Aquí no, mi amor. Nos ven los vecinos y luego andan de chismosos. A mi mamá y a mi hermana ya hasta les dicen “Las Lobas “.

Yo sentía como si me echaran un balde de agua fría. Aleida se componía la ropa y se bajaba del coche mandándome un candoroso besito con la mano como una niña que se despide de su papi.

Esa ternura me ganó desde que la conocí. Ya tenía más de un mes que no me cortaba el pelo y me sentía descuidado, así que fui a la peluquería. Un agente de pompas fúnebres siempre debe mantener un aspecto amable a la vista de los deudos. Mientras don Leoncio me pasaba la maquinita por la nuca, desde el escaparate, vi pasar dos niñas en la calle. Una de ellas se volvió a sonreírme y juntando sus dos manitas, pulgares e índices, me hizo la señal de un corazón. La otra niña la jaloneó para llevársela. A mí, que trataba con pura gente mayor para venderle servicios funerarios, me conmovió el gesto. Así que volví a las dos semanas, no necesitaba corte pero tenía el deseo de verla otra vez. Y se apareció de nuevo cuando ya me estaban poniendo loción en el cuello. Esta vez se detuvo en el escaparate, me sonrió y me mando un besito con la mano antes de que pasara la otra niña y se la llevara entre jalones y carcajadas. Volví una semana después con el pretexto de recortarme la barba. No la vi. Hubiera querido preguntarle a Don Leoncio pero con él sólo acostumbraba hablar de futbol y de mujeres. Cuando ya me iba, en la puerta, el chicharito que barría el pelo, me extendió un papel.

—Ai le dejaron esto.

—Gracias, Güicho —le dije pensando que era una tarjeta navideña porque ya se acercaba fin de año y le di una buena propina.

Luego leí el mensaje:

“Ola, me iamo Aleida”, el dibujo de un corazoncito rojo y un número telefónico. Le llamé para invitarle un helado el sábado, mi día libre, quedamos de vernos a las tres afuera del Metro de su colonia, en los torniquetes, y así empezó todo.

Al principio no entendía muy bien mis sentimientos hacia ella. Llegué a pensar que la quería como a la hija que no tuve y siempre quise en mi matrimonio fallido, que la habría adoptado si no fuera por el intenso deseo que me hacía sentir desde la primera vez que nos abrazamos y nos besamos, ¿o tal vez sentía ese deseo porque la quería como una hija? Nunca lo supe ni quise meterme en complicaciones. El caso es que para disipar esos pensamientos la dejaba en su casa y luego me iba a mi departamento a rezar un padre nuestro, hacerme mi chaquetita y a dormir.

Uno de esos sábados en que la esperaba, exactamente a las 15:00 me llegó un mensaje por celular: “Perdoname, mamor, no boi a poder akompañarte porque tengo q ir con el abue”. Estaba a punto de irme cuando recibí otro. “Mi ermana te kiere konoser. esperala. Besos. T amo.” Cuando me dirigía a la salida, se me interpuso una carita risueña que ya había visto acompañando a Aleida.

—Hola, soy Alauda, me dijo mi hermana que ibas a estar aquí.

Vi una morenita más espigada que mi novia, pero con mayores redondeces. Se parecían en la frente amplia, en las pestañas largas y las cejas finitas, pero había algo en la mirada que las distinguía. Mientras Aleida tenía una expresión de ternura en sus ojos grandes, Alauda los entrecerraba y se le dibujaba una sonrisa astuta como la que tendría un ángel malvado. Dudé un momento.

—Hola, me da gusto conocerte, te ves mayor que tu hermanita, ojalá y haya oportunidad de que pronto salgamos los tres juntos —le dije para cortarla con amabilidad.

—Me dijo mi hermana que te acompañara para que no te pases tan solito tu sábado.

Lo pensé bien y no vi nada de malo en quedar bien con esa niña de pantalón corto y camiseta ombliguera.

—¿Quieres un helado? Yo conozco una nevería donde hacen unos banana splits deliciosos —le dije sin malicia, pero me sorprendió su respuesta.

—Mejor invítame una gomichela.

Y me llevó a un tendajón donde había puros adolescentes de gorra, tatuados y con pantalones flojos, bebiendo con enorme desparpajo y fumando mariguana mientras practicaban el perreo intenso con los sucesivos reguetones que salían por las bocinas hasta que acababan sudorosos y con manchas de humedad en los pantalones. Aunque me sentí incómodo me fui a sentar con ella en una mesa. Muchos la conocían y la saludaban con unos abrazos muy apretados y le invitaban una calada del carrujo que se pasaban entre ellos. Noté que me veían y cuchicheaban. Yo me limitaba a sonreír y a contar las burbujas que emergían del fondo de mi segunda cerveza oscura.


—¿Qué tanto dicen tus amigos? —le pregunté.

—Que si eres mi tío ruco, el que vive en Xhicago. Pero ya les aclaré que eres mi cuñado. Y que no estás tan ruco. Que te quedan bien esos pantalones de mezclilla porque se te ve tu culito bien apretado —remató entre carcajadas.

No pude evitar sonrojarme. Ella brindó conmigo y luego me acarició la pierna por encima de la rodilla sosteniéndome una mirada como de invitación, como de reto. Hubiera querido recordarle que su hermana era mi novia pero la niña se levantó de la silla, me agarró de las orejas y atrajo mi cabeza hacia su rostro, hacia sus labios color cereza, para darme un beso ensalivado que, la verdad, me dejó haciendo bizcos y me produjo una erección instantánea. Yo se lo devolví sin reparar en que Alauda era dos años menor que su hermana ni que los demás adolescentes nos miraban con morbo y hasta aplaudían. Nos tomamos tres cervezas más. Pagué y salimos de ahí ya entonados, abrazándonos y besándonos en la calle. Hubiera querido llevarla a su casa pero esta vez la fuerza de la naturaleza se impuso.

La subí al coche y mientras íbamos con rumbo a mi departamento, Alauda se inclinó para abrirme la bragueta y extraer mi virilidad alebrestada. Sin asomo de vergüenza extendió el pulgar y el dedo medio para medirla. Luego exclamó sonriendo.



—Baaah, no es tan grande como dice mi hermana.

Yo me puse serio, pero entendí que en alguna de esas sesiones de caricias, mi novia pudo haber sentido las dimensiones de mi virilidad y después quiso alardear con su hermana, pero me disgustó esa clase de confidencias aun entre consanguíneas.

Ella se introdujo el miembro en la boca para chuparlo y lamerlo con una delectación mayor a la que le hubiera procurado cualquier banana split. Yo buscaba dónde estacionarme sin llamar la atención, pero ya veía estrellitas. En el momento en que quise dar una vuelta me subí en un camellón y rematé contra un árbol.

Mientras me arreglaba con los patrulleros vi cómo se alejaba Alauda caminando con el mismo ritmo que le conocía a su hermana, pero con la tentación de un palpitante corazoncito rojo que llevaba tatuado arriba del coxis.

Ese día y los seis días siguientes hice llamadas y mandé mensajes que nunca me contestó Aleida. El sábado en la mañana descubrí con horror un mensaje de mi novia que decía: “Mi ermana ya me konto lo que le hisiste. Eres un KULERO”.

Esa semana dormí muy mal, pensando cómo reconciliarme con Aleida. Las ojeras y el desánimo le vinieron muy bien a la venta de servicios funerarios porque yo era el que me sentía dentro de un ataúd.

Estuve tentado de ir a buscarla a su casa para explicarle todo y pedirle perdón, a humillarme frente a una muchachita de 17 años por haberle sido infiel con su hermana de 15, pero mientras más lo pensaba más ridículo me sentía. Por fortuna, ese sábado Alauda me envió un mensaje para que “por favor”, le pusiera crédito a su celular. Hice lo propio y luego le llamé indignado.

—Hola, mi cuñadito sexy, ¿cómo has estado? —me respondió como si nada hubiera pasado.

—Pues no tan bien como tú… ¿Qué fue lo que le dijiste a tu hermana?

—Ay, cuñado, yo siempre te he defendido diciéndole que eres el más joven de los rucos que le gustan.

—Tú sabes que lo que pasó esa tarde fue producto de las cervezas y de la yerba… ahora, por tu culpa, Aleida ya no me quiere hablar.

—No seas wey, cuñis, si mi carnala fue la que me mandó a calarte porque no dabas el ancho… y creo que tampoco el largo —me respondió Alauda entre risas. —De que no te hable tú tienes la culpa, tampoco te has puesto guapo con ella.

—¿Guapo?

—Sí, “guapo”, nomás la invitas a salir pero no le regalas nada. Eres muy amarrado, Cuñis.

—¿Entonces tú crees que si yo…?

—Seguro, Cuñis, invítala y regálale un peluche, no le vayas a dar un oso porque ya tiene muchos de esos en su cama. Y de salida déjale un billete que demuestre la grandeza de tu cariño —le volvió a ganar la risa.

Seguí al pie de la letra las indicaciones de Alauda. Primero le mandé un mensaje a Aleida diciéndole que la quería ver y que para disculparme le tenía un regalo. Me contestó de inmediato: “Ya te estraño mamor. Kuando nos vemos?”

El siguiente sábado me puse “guapo” con un cisne de peluche que compré en un centro comercial y con unos aretes con “chapa de oro” que conseguí en la Lagunilla. Cuando empezaba con las aclaraciones, Aleida me dijo muy seria que no quería oír nada sobre eso, que ya le había ajustado las cuentas a su hermana. Luego le di el cisne que no le produjo ninguna emoción, lo dejó en el asiento de atrás del auto diciendo: “El abue me regaló uno igual”; pero los aretes se los colgó de inmediato y se me lanzó a los besos con auténtico apetito, como si el simple hecho de ponérselos la excitara. Cuando le pregunté a dónde quería ir, me dijo mirándome a los ojos: “A donde tú quieras llevarme”.

Esa tarde, y las siguientes tardes de los sábados, las pasamos encerrados en mi departamento ensayando posturas sexuales que nunca me hubiera podido imaginar. Lo hicimos de a “Changuito pidiendo pan”, de a “Chivito en precipicio” y también el famoso “Torniquete”, en el que ella se tendía en el lecho y yo la penetraba sentado levantándole la pierna con que me rodeaba el cuello para apretarme rítmicamente el pene con su vagina siempre ávida. Aunque yo era más alto, ella tenía una flexibilidad y un empuje que, por primera vez a mis 35 años, me hizo disfrutar verdaderamente del amor sensual.

A mí francamente me impresionaba su desenvoltura y su conocimiento del gozo corporal. Cuando le preguntaba cómo había aprendido ese arte, porque no podría llamársele de otra manera, Aleida me decía que su mamá se lo había enseñado con videos, pero a mí se me hizo extraño que lo practicara con tanta pericia sin haber tenido la experiencia física e incluso me pareció menos verosímil cuando, en los momentos climáticos, a ella se le salían algunas exclamaciones coloquiales como “párteme, papito, métela toda”, “hasta el fondo, corazón”, “dame más verga rica” y otras verdaderamente obscenas que francamente me da pena referir pero que ahora me excitan en los juegos de alcoba.

Ese mes me sentí en el paraíso. Cada semana jugábamos hasta quedarnos exhaustos y a cambio yo solamente le regalaba alhajas de bisutería y algún billete que no representara un gasto significativo para mi presupuesto. Como ya me era imposible mantener el gesto lúgubre y la solemnidad que requiere un vendedor de servicios funerarios, decidí cambiar de giro y convertirme en vendedor de seguros de vida.

Yo creía que ya lo sabía todo de la vida hasta que el siguiente sábado me llegó al celular un mensaje de Aleida: “Mamor, estoi en mi mes, no te boi akompañar. mi mama te kiere conocer. T amo. Besos.”

De pie, junto a los torniquetes, me encontré una morena monumental de labios gruesos y escote escandaloso que me sonrió, lo juro, con la misma mirada hambrienta de la loba que acaba de descubrir un mísero ratón.

—Hola, soy Alina, me dijo Alauda que te esperara aquí…



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