Siente que se le termina el aire, da una amplia brazada y patalea lo más fuerte que puede, desesperado, quiere salir a la superficie, a la luz, a respirar. Alza los brazos y da una honda bocanada para que por fin sus pulmones se hinchen. Los compañeros que se encuentran en su mesa, visiblemente incróspidos, empiezan a reírse.
―¿Ora qué te pasa? Pareces pescado fuera del agua―le dice Alan.
―Así se pone cuando quiere otra copa ―dice Manolo.
Arturo se detiene la frente con las manos, confundido por el sueño, despierta sentado frente a una mesa, rodeado de amigos.
―¿Dónde estoy? ―pregunta desconcertado.
―No manches, ora sí traes una borrachera de perro ―dice Alan con sonrisa de inconfundible beodo.
―Estamos en La Resurrección ―le responde Eusebio.
―No, para mí que estamos en la gloria ―dice Manolo alzando su vaso jaibolero.
―En La Resurrección, la cantina de Mesones 59 ―informa Poncho con una repentina seriedad.
Arturo se agarra la cabeza porque de verdad se siente mareado.
―Qué horrible. Soñé que me faltaba el aire ―dice todavía con el susto temblándole en la voz.
―No te faltaba el aire, te faltaba el trago ―interviene Manolo como buen conocedor.
―Audías, Audías ―le grita Eusebio al mesero.
El mesero se acerca.
―¿Qué le traemos al señor?
―Tráele una bebida levantamuertos antes de que se nos vaya en una cruda ―interviene Alan.
―¿Un bull, una sangría, una piedra? ―pregunta el mesero.
―Pues tráele una de cada una a ver cuál le hace mejor efecto ―pide Poncho.
El mesero escucha la orden y luego se retira.
―¿A poco ya no te acuerdas? ―le pregunta Eusebio.
―De nada ―responde Arturo.
―Estuvimos tomando toda la noche y te quedaste dormido. Ya te querían correr, pero los convencimos de que estabas meditando ―dice Poncho entre carcajadas.
Arturo se queda pensativo. Se da cuenta de que es la primera vez que se encuentra con sus cuatro amigos juntos. Varias veces convivió con Alan y con Manolo en las escapadas del trabajo, con Eusebio en largas pláticas cantineras hablando de mujeres y traiciones, ¿pero con Poncho? Lo recuerda en las parrandas banqueteras del barrio, ¿cómo fue que vino a dar aquí a La Resurrección si no conoce a ninguno de sus otros amigos?
Más cosas llaman su atención: Poncho tiene la misma cara del adolescente que desapareció en el terremoto y desde entonces no lo había vuelto a ver. Alan bebe como desaforado, con la misma sonrisa cínica que tuvo antes de ceñirse el mecate en la garganta. Y Manolo, siempre tan ingenioso, tan decidido, tan impulsivo como cuando saltó por la ventana del octavo piso. ¿Y Eusebio?, el querido Eusebio, su amigo, su maestro, brinda con la misma emoción con la que suplicaba: “si ves que me tienen conectado a los aparatos y ya no me voy a levantar, te pido por favor, como amigos, que me desconectes”.
Su mente se aclara por fin, le da vértigo, siente que de nuevo se le va el aire. Quiere mover los brazos pero ni siquiera tiene fuerzas. Abre los ojos y se ve en una cama de hospital. Conectado a un concentrador de oxígeno, con suero en el antebrazo derecho. Una enfermera le está tomando la presión.
―¿Cómo va? ―pregunta el doctor.
―Lo sacaron ayer de la intubación pero ya está respondiendo. Como que quiere despertar.
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