Manuel
¿Cuántas
veces se los tengo que repetir, doctora? Ya se lo dije a la señorita
de Trabajo Social y a los que me dieron a llenar el primer filtro.
Sus preguntas son imprecisas. Crean confusión en vez de aclarar el
fenómeno. ¿Qué es lo que realmente quieren saber?: ¿cómo se
contagiaron o cuál es la orientación sexual de sus pacientes? Son
dos cosas absolutamente distintas.
Usted
sabe que el contagio por vía sexual depende de las prácticas y que
las mismas, o casi las mismas, se pueden llevar a cabo con una mujer
o con un hombre. Como decía un amigo, es como tomar Coca o Pepsi, al
final las dos tienen Cola… Bueno, pero no ponga esa cara,
simplemente es el dicho de un amigo…
Como
le iba diciendo, lo de la orientación sexual, ésa depende más de
las ideas que cada uno tiene. Depende de la formación y la
percepción de cada individuo. En mi caso ya se los he dicho en todos
los tonos: NO SOY HOMOSEXUAL, doctora. Soy, he sido y seré muy
hombre hasta que me muera. Ahora, lo de las prácticas… pues eso no
es totalmente blanco ni totalmente negro, como que tiene sus matices.
Todo tiene sus riesgos. La misma vida es un riesgo.
Como
usted sabe estuve en un internado de hombres. Se dice que en donde
hay más homosexualismo es en los cuarteles y en los seminarios. Si
eso se da inclusive entre hombres hechos y derechos, ¿ahora
imagínese entre adolescentes que en plena edad de la punzada no
tienen mujeres para desfogarse? En el Instituto Católico Patria
había ese tipo de cosas pero siempre clandestinas. Como en todos
lados también había mariconcillos, pero ésos no aguantaban ni tres
meses de internos porque les aplicábamos un trato especial. Nosotros
éramos sobre todo una comunidad de jóvenes recios, nada de putitos
ni amanerados. Ahora que… los juegos presexuales y la manera en
que entre amigos uno va descubriendo su cuerpo… pues es algo
natural. Digo, incluso algunas situaciones de las que se ha hecho
tanto escándalo en los medios, como las que salieron a la luz sobre
nuestro padre fundador… pues son casos excepcionales. Es cierto que
a veces los padres acostumbraban revisarnos cuando salíamos de
bañarnos, y nos veían las orejas, la nariz o los dientes, y no
faltó a quienes les revisaban otras partes del cuerpo… pero eso no
era una norma general.
En
cambio los juegos rudos y las responsabilidades compartidas nos
enseñaban a ser hombres en toda la extensión de la palabra. Ahí
aprendimos a resolver las discusiones con argumentos. Y cuando había
diferencias graves, el prefecto o los maestros nos invitaban a
dirimirlo en pelea abierta, eso sí, con reglas y a veces hasta con
guantes, y con la condición de que terminado el pleito los
contendientes tenían el deber de estrecharse la mano y no guardar
resentimientos. Nos enseñaron a enfrentarnos con honor, como
auténticos varones.
Aun
así no faltaba el gañán que por lo regular se daba a conocer por
sus costumbres de baja ralea. Recuerdo a un tal Ramírez que estuvo
con nosotros un año. Hijo de un bodeguero de la Merced. Con dinero
pero sin clase, por supuesto. Empezó haciéndose el gracioso,
aplicando albures a diestra y siniestra entre los compañeros,
repitiendo procacidades cuando los maestros no lo escuchaban.
Como
los compañeros querían aprender el caló, le festejaban a Ramírez
cada falta de respeto con sonoras carcajadas y éste se soltaba con
sus guarradas. Ya cuando se sintió con más confianza la tomó
contra todos. A Joaquín, dijo, “le gusta el pilín”; a Gonzalo,
repitió, “le fascina mi falo”; a Elías, remató, “se lo meto
todos los días”. Una vez le preguntaron por mí ¿Y Manuel? Falta
Manuel. A pesar del respeto que me tenía porque yo era jefe de grupo
y podía acusarlo con los maestros, se me quedó viendo muy retador y
dijo “¿Manuel?” Ramírez titubeó un segundo. En los ojos de los
que nos rodeaban vi brillar la traición de la burla. “Manuel me
agarra el chile y juega con él”. Aún no terminaba de decirlo
cuando me le fui encima a puñetazos. Me encegueció la ira. Cayó
bocarriba y yo me senté en su pecho para seguirle pegando. Entre
varios compañeros me detuvieron cuando comenzó a sangrar de la
nariz y de la boca. Le hice tragar sus palabras y sus dientes. El
prefecto tuvo que amenazarme con la expulsión para que me levantara.
Me castigaron un mes barriendo el campo de fútbol, pero les demostré
que nadie, pero nadie, iba a dudar de mi hombría.
Puedo
aceptar que como cualquiera he cometido errores, algunos muy graves,
como que por eso estoy aquí, doctora. Es más, haciendo un honesto y
profundo examen de conciencia puedo admitir que mi peor defecto es la
lujuria. Pero eso del homosexualismo de verdad que no es lo mío.
Mire,
doctora, yo a los 14 años ya tenía barba y estaba lo bastante
desarrolladito como para irme a estrenar a un centro de atención
sexual; le digo así porque ahora les llaman “sexoservidoras” a
las señoritas que ahí laboran, y “metrosexuales” a los
caballeros a quienes antes simplemente les decíamos “putos”…
es una broma, doctora, no se moleste… Bien, entonces prosigo, le
decía que yo también tuve que probarme como hombre, y a decir de
las mujeres que me atendieron salí muy competente en la materia. De
joven, cada vez que asistía a esos sitios, me gustaba hacerlo dos o
tres veces con la misma. Y luego ya mayorcito, cuando tuve un poco de
dinero, pues lo practicaba con distintas en una misma noche; digo,
porque luego no faltó aquella que se aferrara y me lo quisiera dar
incluso gratis. Por eso prefería la variedad, para no hacerme de
ningún compromiso.
En
esa época no era tan común usar condón. Bastaba con que la misma
huila le lavara a uno el miembro en una palangana, antes y después
del acto. El agua y el jabón limpiaban todo, y si aparecía alguna
infección se visitaba al doctor que lo arreglaba con penicilina.
Hacer el recuento de las enfermedades que se habían padecido era
como repasar las medallas ganadas en el campo de batalla. Había
hombres que presumían desde una sencilla Gota de Soldado hasta la
exótica Rosa de Vietnam. No había nada tan mortífero, y si en una
determinada ocasión se incurría en un acto contra
natura
se entendía claramente que era por una situación de emergencia,
como decía un amigo “En tiempos de guerra cualquier hoyo es
trinchera”..., ¡No se ponga seria, doctora!, es una opinión que
no comparto totalmente, ya le dije que eso lo decía un amigo.
Pues
el caso es que ese tipo de prácticas se entendían como una puntada,
como un acto que se hacía al calor de las copas. Nadie iba a juzgar
mal a un hombre por un detalle como ése. El sexo desbordado se tenía
con las huilas que para eso estaban, para satisfacer los apetitos más
exóticos del varón. El sexo apasionado se tenía con las queridas,
a quienes se les entrenaba ya en la cuestiones más específicas del
gusto; y a las esposas, se les enseñaba hasta cierto punto, de una
manera en que no se fueran a volver tan aficionadas, porque eran las
madres de nuestros hijos y además a nadie le habría gustado tener
una ninfómana en casa. Lo otro, las relaciones entre hombres, ni
siquiera contaban en este panorama. Mientras uno tuviera claramente
delimitados los alcances de cada relación, entonces no había ningún
problema.
¿Que
qué me pasó?... Pues que yo tenía todo bajo control. Una vida
sexual muy clara y gratificante. Mi casa, mi casa chica, mis
secretarias, mis salidas a la disco o a la casa de citas. Todo bien
ubicado y en su lugar, hasta que conocí al pinche Pedrito Solano.
Ese hijo de la chingada me vino a trastocar todo. Maldito y mil veces
maldito… Y seguro que todavía debe andar por ahí contagiando a
quien se le ponga enfrente.
¿Dónde
andas hijo de tu puta madre?
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