Observas la foto del golfista congelado en pleno
swing. Tus ojos se detienen a leer la placa: “Jack Nicklaus, máximo ganador de
torneos majors en la historia, y
diseñador de este campo de 18 hoyos.” Un hombre robusto, de ojos azules y
cabello dorado. Piensas que tienen tantas cosas en común: lo estético de sus
movimientos, la actitud decidida, el hambre de triunfo en la mirada. ¿Por qué
nadie lo habrá notado? Se lo vas a comentar al jefe de deportes del canal de
las estrellas para que lo mencione en el torneo de Acapulco. «Fíjate, Javier, a
Jack le decían el Golden Bear de
Ohio, y a mí el Golden Boy de
Atlacomulco.»
De no haberte dedicado a
la política seguramente habrías triunfado en los deportes, en el fútbol, en el
tenis, y ¿por qué no?, en el golf. Lo tuyo no era el sacerdocio, como tus
padres creían cuando de niño jugabas a oficiar misa. De haber sido cura ya
tendrías varios hijos que te dirían tío. No es culpa tuya. Ellas te buscan y tú
estás acostumbrado a firmarles y a cumplirles, siempre a cumplirles. Parte de
la resurrección del partido se basó en la imagen light y juvenil, en la sencillez y simpatía, en la espléndida
sonrisa repetida millones de veces en tu propaganda. No estás prieto ni canoso
como tus opositores, y siempre hablas de las bondades del futuro y no de la
nostalgia del pasado. Por eso concentras multitudes que en todas partes te piden
fotos y favores. Aunque no lo reconozcas públicamente, te encantan las porras
de mujeres desgañitándose: “Quique, bombón, te quiero en mi colchón”. ¿Te
imaginas si tuvieras que darle gusto a todas? Sin duda tendrías más hijos que
Pedro Infante.
─Señor presidente, está
listo su carro ─te saca de tus cavilaciones el escolta del Estado Mayor.
─¿Y los gritones que
estaban a la entrada del pueblo? ─esa clase de gente hace que se te revuelva el
estómago.
─Ya los neutralizamos, no
se preocupe, tenemos vigilado todo el campo, puede jugar sin problema.
Atraviesas con paso
majestuoso el pasillo de la Casa Club. Te miras de reojo, reflejado en los
espejos del salón. Llevas la playera ultra polo blanca, los pantalones beige con
la raya perfectamente delineada, el guante de cabrito neonato en la zurda, los zapatos
bicolores y la gorra que te regaló el líder de los sindicalistas con tus
iniciales en letras plateadas. Resplandeciente e inmaculado como un santo. Si
te viera tu madre. Te preguntas si no habrá alguien que guarde tu foto en un
altar. Dicen que a “Tata Lázaro”, los indios lo veneraban, y hasta ponían veladoras
junto a su retrato. Y eso que estaba trompudo y orejón. A lo mejor les
recordaba alguno de sus ídolos prehispánicos. ¿A ti quién te pondrá veladoras?,
¿las mujeres a quienes les has hecho “el favor” sin siquiera despeinarte?, ¿los
compañeros del partido que esperan hueso?, ¿o tu compadre Juan Armando a quien
ya se le han materializado milagros millonarios en sus contratos?
─Si me permite, yo
conduzco ─ofrece solícito y sonriente, el empresario calvo y entrado en carnes,
que viene derritiéndose en sudor.
─No hace falta, mi amigo,
este vehículo ya me conoce, por eso lo mandé traer desde México ─contestas con
una sonrisa cientos de veces ensayada mientras el empresario se limpia la
frente con un pañuelo─, pero si no le asusta la velocidad, puede acompañarme de
copiloto ─ el empresario que viene hervido en su propio caldo festeja tu chiste
con una risa forzada.
Le recomendarías un
trasplante de pelo, tratamiento con dentista y hasta dieta y gimnasio, pero ya
sabes que en este país, incluso la gente de clase, prefiere tener figura de
chicharronero que hacer un sacrificio en sus hábitos. Para cambiar al país
primero se necesita cambiar de mentalidad. Y los tipos como el que viene a tu
lado están muy lejos de los empresarios europeos y gringos que te gusta tratar.
Sabes que para llegar al top hay que mantener
un estilo natural (“naturalito”, como te decía el asesor de imagen para que te
relajaras ante las cámaras). No como el tío Arturo que siempre lucía más falso
que una moneda de tres pesos. Hasta su dentadura parecía postiza. Y en sus
desplantes y borracheras mostraba el cobre de la peor manera. Se ufanaba de conseguir cualquier
vieja “cueste lo que cueste”. Por eso acabó casado con la francesita que le salió
más cara que la Reina de Saba, y eso que cuando era scort, su hijo se la andaba
culeando gratis.
Te gusta el ronroneo de
tu carrito de golf. Te recuerda cuando de niño perseguías y atropellabas a los mozos de la casa con tu
cuatrimoto. Un día el muy ladino de Jacinto le bajaba el aire a las llantas de
la moto pensando que tú no lo veías, pero lo sorprendiste in fraganti. Te
pusiste a llorar y de inmediato vino tu mamá a regañarlo. ¿Cómo pudo atreverse
a dañar el juguete del “rey de la casa”? Esa misma tarde
le dieron su liquidación. Te gustaría platicarle eso a tu copiloto, pero sabes
que a los empresarios sólo les gusta hablar de negocios.
─El principal interés de
nuestro corporativo es fomentar el desarrollo de la región creando mil
quinientos empleos directos…
─Los puede apoyar el programa de minería
─dices con tono monocorde.
─Estamos en el programa, señor
presidente, llevamos mucho invertido en Tamarindos ─«¿entonces qué buscan?», te
preguntas─, pero hay unos ejidatarios muertos de hambre que no quieren vender
sus tierras ─responde incómodo, y luego añade para justificarse─, nos piden el
oro y el moro. Están soliviantados por unos maestritos revoltosos y asesorados
por una organización de jipis.
─Ustedes cuentan con las
nuevas leyes, mi amigo, para eso las cambiamos.
─Tenemos un pool de abogados resolviendo el
problema, pero parece que ya se nos trabó el asunto… ─y de pronto se te insinúa─,
claro, a menos que la voluntad presidencial nos ayude a destrabarlo.
Aceleras y guardas
silencio. Encabezas la caravana de carritos de golf. Atrás, en otros vehículos,
viene el obispo de Mérida y el embajador gringo, después el coordinador del
senado y un ministro de la Suprema Corte, y por último el comandante de la séptima
región militar, acompañado del director del Banco del Sureste. «¿Quién podría trabar
la marcha de la historia?», piensas mientras vas rodeando la fuente de mármol
rosa, en donde un viejo de barbas sentado en su trono de nubes blancas sostiene
un rayo dorado, y luego te enfilas por un caminito de palmeras mecidas por la
brisa.
─Todo tiene arreglo, mi
amigo. Como dice el dicho “En el pedir está el dar” ─y piensas en una casita
con su propia playa nudista para darte tus escapadas cuando Angie se vaya a
Miami.
Al mediodía el sol cae a plomo en el hoyo tres. Llevas
un récord de 15 bajo par, no es tu mejor juego, pero tus acompañantes van
igual. Muerdes un pedazo de chicharrón de rib
eye con guacamole mientras el empresario le pide al caddie que destape la
botella de Macallan 1939 que te trajo de regalo. Notas de reojo que el muchacho
moreno tiene unas nalgas respingadas y unos pantalones blancos y apretados que
hacen resaltar más su “paquete”. De una hielera saca dos esferas de hielo en
forma de pelota de golf. Te las sirve en la copa troncocónica y luego la baña con el oro líquido del
whisky. Bebes. La frescura invade tu garganta. De tu frente resbala una gota de
sudor. El caddie inmediatamente se acerca a secarte con una toallita blanca. Cuando
le preguntas su nombre, te responde que se llama Ganímedes. Luego te colocas
junto al tee para ubicar el banderín
del hoyo. Calculas unos 30 o 40 metros. Con tono de conocedor le pides al
caddie:
─Ganímedes, échame un
palo ligero.
Cuando ves las caras
contraídas por la risa contenida, comprendes de inmediato el doble sentido.
─Caramba, no es albur, hasta
parece que estamos en San Andrés, Texas ─dices, y entonces sí se sueltan a reír
como idiotas.
Te acomodas en posición de tiro. Erguido pero
relajado, como dicen los expertos, formando una Y griega con tus brazos y el palo. Giras lentamente tu cuerpo
hacia la derecha y echas hacia atrás el hombro derecho hasta que el palo sube
paralelo al suelo. Flexionas tu pierna izquierda, «¿Protesta guardar y hacer
guardar la Constitución?», tienes la misma sensación que ante el congreso. «Sí,
protesto», y luego dejas caer el golpe con fuerza y dirección. Desafortunadamente
la bola se va rodando lejos del green
para atascarse en una trampa de arena. ¡Carajo!
─Por lo menos no cayó en
el lago ─dice el empresario como disculpando el tiro.
─Ni le pegó a un pato,
como el tarado de Felipe que mató uno en el club de Tabachines ─comenta el
coordinador del senado con su Cohiba en la mano.
─Debe haber creído que
estaba jugando al tiro al blanco en la feria, en eso se le fue el sexenio ─remata
el obispo y todos sueltan la carcajada.
Te ríes sin ganas,
quisieras mentarles la madre. Sin que lo noten tratas de hacer las respiraciones
que te enseñó el maestro de yoga de Angie. Estos últimos meses las has tenido
qué hacer muchas veces. Por las marchas de la prole, por los periodistas
pendejos que hacen chistes a tus costillas, por los estúpidos intelectuales que
saludan con la izquierda y cobran con la derecha, por las pinches
organizaciones extranjeras que quieren intervenir en la política nacional, en
fin, te das cuenta que éste es un país de inconformes y malagradecidos. Te
gustaría aplastarlos a todos. Ya llegará su momento. Pero a ti no te gusta
decir groserías ni mostrar expresiones de cólera en público. Sabes controlar las
emociones y mantenerte por encima de las pasiones,
como decía Díaz Ordaz, uno
de tus predecesores que puedes citar casi de memoria: “La injuria no me ofende; la calumnia no me llega, el odio no ha nacido en mí.”
En el hoyo seis te alcanzó el embajador Wayne, pero
en el hoyo ocho te despegaste nuevamente de él. Entre los whiskys, botanas y
chismes de política ya llevan más de cuatro horas. Tu agenda de trabajo apenas
te permite distraerte y por eso decidieron terminar la “cascarita” de golf en
este hoyo para irse a comer con los del Consejo Empresarial. Estás solo con tu
caddie en el green del hoyo nueve. Es
el tiro decisivo. Tus compañeros de juego permanecen en una carpa próxima,
bebiendo y charlando, como en un clima de fiesta. Respiras a tus anchas. Te
gusta esa soledad. Ahí puedes pensar sin tantas distracciones, sin falsas
porras y sin las protestas que últimamente te persiguen por donde quiera. Te quitas
el guante para tener una mayor sensibilidad. Arrancas una brizna de hierba y la
arrojas al aire para verificar el rumbo y la fuerza del viento. Dejas que el
caddie elija el palo por ti. De cualquier manera te sientes predestinado a
ganar siempre. Ya una vidente de tu pueblo lo había pronosticado hace más de
setenta años. Tú lo supiste desde la adolescencia cuando tu mamá te dijo que
podías ser un agente del cambio. Cuando te diste cuenta que era necesario transformar
este país de indios folklóricos por uno moderno y progresista, y tú ibas a reescribir
la Historia aunque tuvieras que enfrentarte contra las fuerzas más retrógradas.
Tienes hambre de triunfo. Tomas el palo suavemente con las dos manos. Lo elevas
con elegancia y justo en el momento del swing sientes el llamado del espíritu,
como decían en la congregación que frecuentabas, que se siente el llamado de
Dios.
─¡Justicia para
Ayotzinapa! ─grita un adolescente saliendo de entre los árboles.
Le pegas al pasto sin
siquiera rozar la bola. De inmediato aparecen varios agentes del estado mayor
que taclean al muchacho. En menos de un minuto lo patean, lo levantan en vilo y
se lo llevan lejos de tu vista.
─Perdone, señor presidente,
ese pendejo se saltó la barda del campo.
Tienes el palo
fuertemente agarrado con la derecha como si pensaras golpear a alguien. Tu
rostro está demudado. No sabes qué decir. Tus acompañantes permanecen callados,
como si les hubieran anunciado que se acabó la fiesta.
─Lo vamos a mandar al
penal de alta seguridad.
Tú, que no dices
groserías en público porque te gusta cuidar tu imagen, avientas el palo y
empiezas a patalear como cuando eras un chiquillo:
─¡Chínguenselo,
chínguenselo, chínguenselo! ─repites fuera de ti.
Tus acompañantes te miran
apenados. El caddie agacha la cabeza. El agente del estado mayor te hace el
saludo militar. En el fondo lamentas que ya no esté tu mamá porque es la única
persona que podría calmarte en este momento.
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