Una
muerte inmejorable.
Pterocles Arenarius.
Editorial de otro tipo.
México, 2014.
James Thurber decía que para escribir una novela sólo se necesitaba
tener 40 años y una máquina de escribir. Sin duda ésta es una afirmación
relativa. Se puede coincidir en que algunas personas con más de 40 años, en
incluso con menos, hayan vivido existencias tan intensas y extraordinarias que
conformen la materia prima de una excelente narración. Sin embargo el problema radica en el segundo paso, el más especializado, la escritura. Hace falta, además de una máquina de escribir o de una computadora, contar con una serie de recursos técnicos y estilísiticos que sólo se consiguen con la paciente lectura y con la imitación de Sísifo, el esfuerzo inútil e incesante, que representa la corrigenda.
Y aun cumplidos los requisitos de la edad y la tecnología, la meta todavía se ve lejos. Por supuesto en el caso de que se quiera escribir una novela decorosa, es decir una que valga la pena para publicarse. Eso es endemoniadamente difícil. Tal vez porque, como afirma Milán Kundera, mientras el relato y el cuento responden el qué, y el cómo de la literatura; en cambio la novela responde las preguntas difíciles y profundas como el por qué y el para qué. Preguntas de niños curiosos para las cuales sólo los viejos sabios tienen respuesta.
Es cierto que existen novelistas
precoces como el francés Raymond Radiguet o como José Agustín, en nuestro
medio, pero también es justo mencionar que ellos representan la excepción de la
regla. O son aquellos autores que mueren gloriosamente jóvenes después de haber
escrito su obra máxima o aquellos otros que ya en la madurez difícilmente
cuentan con la energía para reacometer la hazaña de una gran novela. Así que excepcionales
ejemplos como El diablo en el cuerpo
o La tumba, son el resultado de
mentes jóvenes y audaces que reflexionan a través de la narrativa en los porqués y para qués del mal y de la muerte. Precisamente son estos dos temas
los que aborda la novela que hoy nos convoca.
Una muerte inmejorable cumple con una de las recomendaciones del
viejo Aristóteles: cuenta como si sus personajes estuvieran a un paso del
abismo. Y desde las primeras páginas nos instala en el dilema de Tranquilino
Vallehermoso, solterón e hijo dilecto de Guanajuato. Un médico le anuncia que
le queda un año de vida, y Tranquilino ─contra sus
creencias y costumbres─ decide vivir intensamente cada uno de los 365 días
que tiene por delante. Así se involucra en el submundo de la noche y del pecado,
y se inmiscuye en una serie de situaciones y problemáticas que lo acercan a la
muerte pero que le dan cada vez más valor a su existencia.
El planteamiento de esta obra es harto conocido, no así su desarrollo. Personajes similares y en el mismo contexto han sido tratados por Jorge Ibargüengoitia en Estas ruinas que ves o en Dos crímenes. La clase media provinciana, aprisionada entre la acucia de la carne y el temor de dios. Es el mismo Cuévano de Ibargüengoitia, quien por cierto convivió con dos tías muy parecidas a la Obdulia y Sanjuana que aparecen en nuestra novela de marras. No en balde Arenarius también sobrevivió a une saison en enfer de Guanajuato.
“Y caminé hasta que no pude más, repitiéndome la
pregunta ¿por qué, Dios santo; por qué, Dios mío? Y empezaba a maldecir cuanto
veía pero también le pedía perdón a Dios para luego volver a maldecir. Y pensé
en maldecir a Dios que así me castigaba. Y pensé “es que si esto ocurre es
porque Dios no existe””.
El planteamiento de esta obra es harto conocido, no así su desarrollo. Personajes similares y en el mismo contexto han sido tratados por Jorge Ibargüengoitia en Estas ruinas que ves o en Dos crímenes. La clase media provinciana, aprisionada entre la acucia de la carne y el temor de dios. Es el mismo Cuévano de Ibargüengoitia, quien por cierto convivió con dos tías muy parecidas a la Obdulia y Sanjuana que aparecen en nuestra novela de marras. No en balde Arenarius también sobrevivió a une saison en enfer de Guanajuato.
Sin embargo, más allá del divertimento que proporciona
la ligereza en la escritura de Una muerte
inmejorable, Tranquilino Vallehermoso va a fondo en la búsqueda de las
respuestas a sus dos temas. Su escenario es un Cuévano más sórdido pero igual
de mocho que el de Ibargüengoitia. A ratos la novela sorprende con las salidas
ingeniosas e hilarantes que tan bien dominaba el autor de Las muertas, pero con un humor más corrosivo y despiadado, cuasi patibulario,
para desmarcarse del tono comédico y entrar en los terrenos de la farsa.
“Y por primera vez en mi vida, increíble paradoja, no
me molestó sentirme un sucio animal haciendo ese acto inmundo y secreto: cagar.
Y al observar la mierda consideré que en pocos meses o días yo sería algo no
menos repugnante que esos pedazos de caca de los que me había desprendido. Y
sentí náuseas y sentí, más que nunca, odio y consideré la posibilidad de suicidarme
despedazándome contra el asfalto después de lanzarme del lugar más alto de
Guanajuato.”
Entre los desatinos y las aventuras de un individuo
ingenuo que a los 35 años, en un periplo por el estado, va descubriendo el Anus Mundi, Pterocles Arenarius cuestiona
los prejuicios sexuales, raciales, morales, políticos y religiosos de una
sociedad a la que se le impide crecer. Donde Ibargüengoitia se detuvo,
Arenarius prosigue con renovada enjundia, se regodea en las descripciones
eróticas y se demora en el acto sexual traduciendo el retozo de los cuerpos en
el gozo de la literatura.
Una
muerte inmejorable también nos lleva
a pensar en el fin utilitario de todo libro. Como de cualquier libro, puede uno
responderse acerca de éste: sirve para reflexionar sobre el significado de la
muerte y el valor de la vida. Pero también sirve para reírse del absurdo de las
convenciones sociales. O, por qué no, como una invitación a vivir abiertamente
y sin restricciones la sexualidad o como un cuestionamiento muy directo a la
manera en que se ejerce el poder en México. Como toda buena novela, Una muerte inmejorable posee tantas
dimensiones como las que un lector atento e inteligente sepa encontrarle.
“La metí al baño, recorrí la cortina de
plástico y sin darle tiempo de pensar la metí junto conmigo bajo la regadera y
le abrí a la llave del agua fría. Ella aspiró aire en una sonora bocanada y
gritó al exhalarlo. Me puse a desnudarla, y ella, divertidísima, trataba de acostumbrarse
al agua helada moviendo brazos y manos como si quisiera levantar el vuelo.
Gritaba y reía cual criatura divirtiéndose sin límite, se quitaba el agua de la
cara, inhalaba con fuerza entre un ruidoso y grititos. Le quité la blusa
después de desabrocharla con paciencia y convicto deleite. Le saqué la falda
con su completa cooperación. No paraba de jadear, de reír y gritar. La puse de
espaldas y desabroché su bra que lancé al túmulo de su ropa sobre el suelo. Al
final le saqué el calzoncito de un suave color entre violeta y rosa; fue a la
cúspide del montón de su ropa. Los zapatos se los habrá sacado en cuanto la
metí al agua. Le puse champú en la cabeza y empecé a lavarle el pelo. Enjaboné
mi esponja y me puse a tallar su cuerpo. Su piel se hizo de gallina y sus
pezones que, en su momento, lavé acucioso y delicado, estaban endurecidos. Ella
sonreía, temblaba un poco y me dejaba hacer, me daba su brazo para que lo
lavase, su pierna, una niña. La enjuagué con gran cuidado hasta retirar por
completo el jabón. Mi erección ya era dolorosa.”
Aunque
por lo general los premios literarios en México sean objeto de la mayor
suspicacia, en ocasiones muy contadas se entregan con justeza. El jurado del
Premio Editorial de otro tipo para
primer autor, decidió otorgar a Pterocles Arenarius el primer lugar. En una
competencia en la que participaron más de 70 obras con temáticas que reflejaron
“la situación social, insoslayable, que vive el país”, Una muerte inmejorable demostró su “fino manejo del erotismo y el
desenfado en mostrar una realidad desternillante”, a decir de los jurados
Walter Jay, Agustín Ramos y Silvia Sáyago.
Más
allá de los premios que ha ganado, o de los tres libros que ha publicado y de
los demás que tiene escondidos, con esta novela Pterocles Arenarius se confirma
como un autor joven en sus propósitos pero viejo en sus astucias literarias.
Alguien que con la sabiduría de las palabras ha sabido responder a su corazón
de niño curioso. Vaya un fraternal abrazo para Pterocles y una felicitación
para la literatura mexicana que, al contrario de la devastación cada vez más generalizada, se muestra cada día más vigorosa.
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