Para Marco Solares
Un
lunes caluroso y sediento pasé a curarme a la Buenos Aires. Con los años
aprendí a soportar las crudas sin demostrar ninguna inquietud. Si acaso, lucía
más taciturno en la oficina. Procuraba entretenerme en actividades
intrascendentes hasta la hora de salida. Después me iba a una cantina a leer el
periódico o simplemente escuchar música mientras apaciguaba los malestares de
la víspera con un par de piedras ─anís,
tequila y fernet─ que me devolvían ligero
hasta mi casa.
Un
vendedor ambulante, de esos que ofrecen plumas, encendedores o billetes viejos,
me mostró sus fotografías antiguas. Negué con la cabeza y volví a mi lectura.
Una foto sepia del Zócalo cubrió los resultados de la jornada futbolera. La
hice a un lado como si se tratara de un bicho y alcé la vista para mirar al
impertinente. Descubrí una enorme sonrisa que me desconcertó. Me tuve que
quitar las gafas.
─¿Qué, ya no me conoces, compadre?
Con
cachetes caídos y amplias entradas en la frente, identifiqué a José Antonio, a
quien había visto la última vez, por lo menos, hacía quince años. Un divorcio,
el cambio de expectativas que da la madurez y algunas diferencias que no vale
la pena referir, nos habían distanciado. Nos abrazamos con el recuerdo de un
afecto que venía desde la infancia. Pedí una copa, que se convirtieron en tres,
para que me pusiera al tanto de su vida.
Durante
la crisis del sexenio anterior había perdido casa y trabajo. Estuvo como
eventual en varios talleres mecánicos y después, por la edad, ya le fue muy
difícil conseguir planta, por lo que mejor decidió dedicarse a la venta de
fotos viejas. Al fin que era su propio jefe y, mal que bien, el negocio le daba
lo suficiente para salir adelante.
Yo
le comenté que era jefe de departamento en un área de publicaciones del
gobierno de la ciudad y que ahí había pensado jubilarme. No quise decirle que
vivía solo desde que mis dos hijos se habían casado. Toño, quizá por
delicadeza, tampoco me lo preguntó.
Cuando
pagué la cuenta y me levanté para darle un abrazo de despedida, Toño me detuvo
alzando las manos, el mismo ademán con que encaraba a los árbitros cuando
jugábamos en el Atlético Pangea.
─Te tengo que llevar a la casa. Tu comadre
me mata si le digo que te vi y no fuiste a saludarla.
Le
dije que ya era tarde, que mejor me diera su teléfono y luego nos poníamos de
acuerdo.
─Si
quieres, el fin de semana, con mucho gusto, los invito a comer.
─No hay pero que valga, mi Moni, no todos
los días se encuentra uno con su compadre desaparecido ─lo
dijo con una voz que le salió del alma.
─Mira, pinche Cochi ─también
le recordé su apodo─, ando medio desvelado y
mañana tengo que trabajar temprano.
El
Cochino se me quedó mirando con los ojos entrecerrados, como si le acabara de
cometer falta en el área.
─Ya me pusiste de nuevo “El Cochino” ─dijo
con gran reflejo alburero.
Lo
ignoré olímpicamente. No me iba a poner con Sansón a las patadas.
─Si no vas, ojalá y que también se te pudra
tu apodo ─me lo volvió a aplicar
haciéndose el falso ofendido. Su actitud me avivó unos recuerdos que no pude
resistir.
─Está bien, vamos, vamos, pero con la
condición de que ni tú eres El Cochi ni yo soy El Moni ─en
su rostro se dibujó un gesto de perplejidad. ─Tú
para mí eres mi querido compadre Pepe Toño y yo para ti simplemente el
licenciado Peralta.
Hice
énfasis en el título para recordarle que a pesar del afecto que nos hermanaba
aún existían aspectos en los que la vida nos había separado por completo.
Camino al estacionamiento, me detuve en una tienda de conveniencia a comprar
unas caguamas para mi compadre y un brandy –no encontré el cognac que me gustaba- para mí. Total, pensé, mañana podría
reportarme enfermo, y como dijo Pepe Toño: no todos los días se encuentra uno
con su compadre perdido.
En
el trayecto hacia el barrio donde viví hasta la adolescencia, fuimos recordando
las anécdotas más entrañables de aquel equipo de fútbol y haciendo un recuento
de sus integrantes. La mayoría se había ido del rumbo sin dejar rastro, otros
estaban en el hospital o en el siquiátrico y los más reventados habían muerto.
Toño cerró la ventanilla del coche y con el mayor desparpajo encendió un toque.
Le dio un hondo jalón y luego me lo extendió.
─Aguado, compadre, no nos vaya a ver una
patrulla ─le dije.
─Nu hagash irish, compa, orita ninguna she
mete ─dijo conteniendo la respiración cuando
justamente íbamos penetrando entre los estrechos callejones que recorrí tantas
madrugadas. Detuve el coche para darle un leve jalón. Los pulmones se me
llenaron con el aroma de una juventud que terminó tan rápido como una noche de
parranda.
Llegamos
al edificio donde Toño heredó el departamento de sus padres. Yo lo recordaba
medio deteriorado pero con todo y la euforia del alcohol y de la mota lo vi
peor. Los muros grafiteados con dibujos obscenos, los pasillos oscuros y un
olor a meados que se impregnaba en la nariz. Había que pisar con cuidado los
escalones, y en varios tramos ya ni siquiera había barandal en qué apoyarse.
Apenas
entrar a su departamento, Toño me instaló en la mesa, destapó el brandy, sacó
hielos y refresco de su refrigerador, me sirvió en un vaso largo que decía
Recuerdo de los XV años… en el que luego venían unas letras borrosas,
imposibles de leer. Después puso un cd con las rolas que oíamos en aquellas
fiestas, y dijo:
─Voy a despertar a tu comadre. Le va dar un
chingo de gusto.
Mientras
entró al cuarto yo me quedé mirando las fotografías que colgaban de la pared.
En una, el glorioso Atlético Pangea posaba con la copa de la liga juvenil. En
otra, Pepe Toño y yo, sonreíamos abrazados en la fiesta de graduación de
secundaria. De su cabeza sobresalían los cuernos que yo le había puesto. Me
detuve en la foto de su boda. A Toño el traje le quedaba chico, como si los
botones del saco estuvieran a punto de reventarse. En cambio a Marifer, el
entallado traje de novia le resaltaba lo moreno de la piel y el volumen de las caderas. Jarocha
y rumbera, lo que es un pleonasmo, compensaba los rasgos toscos de su rostro
con las generosas curvas de su cuerpo. Nunca entendí cómo El Cochino se pudo
ligar ese portento.
─¡Compadre! ─escuché
a mis espaldas y cuál no sería mi sorpresa cuando me di vuelta para encontrarme
de frente con unos brazos abiertos.
Me
quedé frío, con las manos pegadas al cuerpo mientras aquellos brazos me
rodeaban y un sonoro beso me humedecía la mejilla.
─Abrázala, Efrén, no seas tímido, me cae
que no me pongo celoso ─dijo Toño entre
carcajadas.
Sin
duda no era mi comadre. Pero lo más increíble es que tampoco se podía decir que
fuera una mujer, sino lo que vulgarmente se conoce como una “vestida”. Delgada,
morena, de caderas estrechas y brazos cortos y musculosos, llevaba una bata
transparente con olanes y unas chanclas en las que se veían sus dedos prietos y
chatos, pero con las uñas pintadas de fiusha.
La
separé de un empujón.
─No, mames, pinche Toño, ora sí te pasaste
con tus bromitas ─le dije molesto.
Mi
compadre se puso repentinamente serio.
─A mí me puedes pinchear todo lo que
quieras, Monito, pero a ella no la vas a ofender, cabrón ─exclamó
esto con el mismo tono con que se inició la gresca en la final del torneo de
los barrios, en la que los puños del Cochino sembraron a tres en la cancha 7 de
la Magdalena Mixihuca.
La
vestida se interpuso entre ambos.
─Tranquilo, mi amor, no vas a recibir así a
nuestro compadre, después de tantos años de no verlo ─le
dijo con dulzura.
Lo
tomó de las muñecas y lo fue a sentar a la mesa. Le sirvió su chela, se sirvió
ella en otro vaso y luego me dio mi copa.
─¡Por los días tan felices que pasamos
juntos! ─brindó con una imitación
de sonrisa a la Marifer.
Yo
me senté cauteloso, alerta hacia la mínima reacción del Cochino, quien siempre
había sido un tipo impulsivo que hacía cosas sin medir las consecuencias. Eso
le había costado unos años en prisión. Por si las dudas me puse a calcular
mentalmente cuántos pasos me separaban de la puerta.
La
vestida se le sentó en las piernas a Toño mientras él, tal vez para disipar su
coraje, sacó otro toque del bolsillo interior de su chamarra. Se lo ofreció a
ella, y luego sin mirarme, extrajo trabajosamente del pantalón un encendedor
para, con la mayor caballerosidad, prenderle su pitillo a “la dama”, en un
gesto que ella correspondió pasándole el humo con un beso. Yo apuré el resto de
mi trago, sintiéndome como una mosca en una cena íntima, dispuesto a irme cuanto
antes.
El
Cochino le dio una larga calada al toque, y con los ojos como fanales de tráiler, agarró su caguama y bebió
a pico dos largos sorbos que rubricó con un eructo sonoro. Luego, se quedó
mirando la foto del Atlético Pangea y masculló algo que no le entendí.
─Mira, Efrén, noshotros metimosh el gol… ─dijo
reteniendo el aliento; para añadir después de una exhalación─,
pero la vida nos marcó el fuera de lugar.
Después
cerró los ojos y se despatarró en el asiento, desinflándose como un globo viejo.
Justo
cuando me levantaba para irme, la vestida llenó de nuevo mi copa y puso en la
grabadora un bolero tropical que con las trompetas de sus primeros acordes
literalmente me cimbró.
Yo me enfrenté al
destino buscando tu cariño
y afortunadamente
al destino gané
ahora me acusa el
mundo porque dice que tú eras
un fruto de otro
huerto y que yo te robé.
No
sé si con conocimiento de causa o por coincidencia había puesto la canción que
Marifer y yo habíamos bailado la última vez. Aquella noche El Cochino llevaba
como un mes en el Reclusorio Norte y mi comadre había ido a pedirme ayuda
económica para sacarlo. Nadie que yo sepa había tenido noticias de esa
entrevista. Yo acababa de divorciarme, me habían liquidado en mi antiguo
trabajo y llevaba tres días bebiendo sin parar. Hasta allá, a los antros que
acostumbrábamos visitar en pareja, fue a buscarme mi comadre.
Yo sé que eras
ajena, que sigues siendo ajena
y sé que un día
cercano te tengo que perder
pero oye bien mi
vida y recuérdalo siempre:
no importa que me
acusen si tuve tu querer.
El
trago del mismo brandy esta vez me supo amargo. Dejé la copa en la mesa y de
pie, en un gesto casi mecánico, acepté la mano que la vestida me ofrecía para
bailar. En otras circunstancias seguramente la hubiera rechazado con una
mentada de madre, pero esa noche mi compadre roncaba a pierna suelta y nadie
podría vernos.
─¿Por qué pusiste esa canción? ─le
pregunté en una de las vueltas.
─Nomás para bailar, com-pa-dre ─dijo
marcando las sílabas y con una sonrisa que ya para entonces me pareció casi
igual a la de Marifer.
─Tú no eres mi comadre ─la
encaré decidido a saber la verdad─,
¿quién eres?
─Soy lo que tú quieras que sea ─dijo
mientras sus dedos se extendían como patas de araña por mi espalda.
*Cuento del volumen Campo de batalla. Jorge Arturo Borja. Ediciones Eterno Femenino, 2012.
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