Un aforismo de Eusebio Ruvalcaba afirma que “La literatura es un grito de libertad proveniente desde un borbotón de fuego, desde el pecho encendido de un hombre”. De ahí que uno se imagine a los escritores como una especie de tragafuegos que se comen la lumbre a puños. La leyenda de los malditos ha impregnado el quehacer literario desde hace más de dos siglos. Quien por rapto de locura, crisis espiritual o acto de rebeldía elige este oficio, pertenece desde el mismo instante de la publicación de sus primeros intentos a la “perduta gente” de la que hablaba Alfonso Reyes.
Lo curioso es que al parecer uno nunca elige ser escritor. Más bien la literatura lo elige a uno con la misma cólera del rayo que señala con índice de fuego a aquel imbécil que gusta de salir a las tormentas. Uno en un millón. Escribir es una apuesta en la que se pone en juego lo mejor y lo peor de cada uno. Lo mejor porque las palabras nos depuran, nos decantan, nos convierten en seres superiores, capaces de reflexionar por encima del mundo y del hombre común. Lo peor porque la esencia de la literatura es la combinación de los amargos jugos de las emociones más negativas. La literatura nos lleva a nuestros propios extremos.
Venga a cuento la metáfora porque en su novela Entre lobos y mariposas, Guillermo Basavilvazo nos confirma una vez más su condición de gambusino del alma. De entre la oscuridad de los crímenes más atroces extrae el oro de sentimientos tan humanos como el amor, la ternura o la compasión. La suya, es una escritura de contrastes que a diferencia del melodrama humaniza al asesino y aclara las razones del odio. Después de todo, como dijo Graham Greene, el odio es una falta de imaginación.
Su novela recrea un país, nuestro México, desde la perspectiva del crimen. Sin embargo lo hace con las armas afiladas del artista: un ojo observador, una mente analítica y una sensibilidad que penetra en las más recónditas alternativas del ánimo para explicar la manera en que el encuentro con la muerte se convierte en la piedra de toque de la vida.
A pesar de que las apariciones de sus personajes son breves y apenas abocetadas como en el escorzo de un viejo dibujante, su presencia deja una estela luminosa en la memoria, como si al cerrar los ojos el lector supiera que se trata de antiguos conocidos. Paco, Luis, Fito, Fernando, Lucrecía, están hechos con la misma materia de nuestros amigos y parientes, o incluso, por qué no decirlo, son los estados de ánimo o las edades por las que todos, alguna vez, hemos pasado.
Su lenguaje es el de la calle. El de las horas más violentas. Y que no obstante su agresividad sirve para describirnos las anfractuosidades del temperamento, los abismos y las cimas del carácter. No se trata de héroes sino de personas que actúan in extremis bajo los impulsos más elementales del ser humano.
Se puede decir que la prosa de esta novela es ligera pero no superficial porque corre con el vértigo del thriller pero se da tiempo para alumbrar las grietas más profundas del espíritu. Siguiendo la tradición de la novela negra, sus acciones sirven para destapar las cloacas que esconde una sociedad enferma.
Con la aparición de Entre lobos y mariposas saludamos la constancia de un autor que en cada nueva obra confirma su vocación obsequiando a sus lectores, en la forma de divertimento, un espejo en donde pueden reconocer la sombra del otro que también los habita.
(*Texto leído en la presentación del libro Entre lobos y mariposas).
Interesante... Me quedó con tus primeros párrafos.
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