sábado, 14 de noviembre de 2009

El Barco de Plata

(Los humedales de Ojeteperro I)

Zarpando desde una esquina de Plaza Garibaldi, El Barco de Plata navegaba días y noches, las 24 horas del día durante los 365 días del año, llevando una tripulación de alcohólicos aferrados.


En alguna de aquellas travesías vimos dos hembras trenzadas a golpes ante el beneplácito de los parroquianos que acudieron a separarlas hasta que una, montada sobre la otra, le azotaba la cabeza contra el suelo con la enjundia del náufrago sediento que quiere romper un coco.


Vimos también, por allá a fines de los ochenta, los primeros concursos espontáneos de camisetas mojadas, entre jovencitas universitarias que llevaron esa alegre costumbre de Cancún al Centro Histórico para esparcimiento de una concurrencia brava, compuesta por briagos y suripantas.

En otra ocasión bajé de esta nave en plena borrasca etílica para llamar por teléfono en la caseta de la Plaza Garibaldi que aparecía en un comercial de Telmex. Mientras llamaba me aplicaron la china para bolsearme y después tuve que suplicar el auxilio de un borracho solidario que fuera a cubrir mi cuenta.

Ahí siempre había fiesta de tríos, norteños o mariachis. En sus mesas celebramos la tercera década del legendario Pterocles Arenarius y la primera comunión de un joven poeta, cuyo nombre conviene reservarse, quien había sido virgen hasta los 21 años. Tras sus puertas también escuchamos la confesión de un amigo de la inflancia, ahora jubiloso abanderado del arcoiris, quien se desclosetó afirmando su orgullosa putería después de haber salido del baño de hombres de aquel antro.

A esa cantina fuimos a recalar un jueves del 93, los alegres treintañeros de panza incipiente: el jefe de encuestas del periódico Reforma, Rafael J; un funcionario del Conalep, a quien llamaremos Memo C, y un servidor, Ojeteperro, que entonces prestaba sus servicios en la desaparecida Secretaría de Comercio y Fomento Industrial. Habíamos comenzado la parranda en bares juppies de la Condesa, y ya en plena odisea báquica habíamos decidido recorrer los antros que acostumbrábamos visitar cuando estudiábamos en Filosofía y Letras y queríamos ser poetas.

El Barco de Plata se hallaba semivacío. Solamente había una mesa ocupada por mujeres del oficio que pasaban el tiempo maquillando su gesto de fastidio; y otra, sobre la que un dipsómano dormido soñaba antiguas glorias. Nos sentamos a pedir una ronda y a observar el panorama con el entusiasmo y la cachondería que inyecta el alcohol. De haber estado en el velorio de nuestro mejor amigo, igualmente habríamos abrigado esperanzas eróticas al darle el pésame a su viuda. Rafael, quien siempre me consideró el más cínico, me pidió que preguntara por la tarifa a las damas presentes, todas arriba de los treinta y quizá mayores. Ni siquiera me incorporé de la mesa.

-¡Amigas, a cómo está el brinco?
-150 el normal –contestó la más carnosa, con el tono neutro de una taquillera del metro.

Rafael levantó cinco dedos. Yo le corregí diciendo que no eran 500 sino solamente 150 por el servicio convencional. Él me respondió que quería cinco muchachas. Considérese la actitud pretensiosa que nos perdió. En repartición equitativa nos tocaba de a muchacha y media por cabeza, ¿o acaso Rafael quería tres para él solo? El caso es que con ellas fuimos a encerrarnos a un hotel cercano. El amigo Memo se retiró a otro cuarto con una de las daifas, a resolver urgencias de soltero, mientras Rafael y yo nos quedamos solos con tres. La cuarta decidió despedirse intempestivamente tal vez porque no quería implicarse en el plan de las que se quedaron a hacernos compañía.

Pedimos una botella de ron, refrescos y cervezas. Colocamos un envase vacío en el centro de la alfombra y nos sentamos en derredor a ver girar la botella. Su pico se detenía apuntando al que debía quitarse una prenda como castigo. Era como apostar en una ruleta en la que nosotros mismos fuésemos las fichas.

En menos de media hora, Rafael y yo ya estábamos en camiseta y calzoncillos; la primera de las muchachas había perdido su leotardo y estaba en bragas y brasiere; la segunda se había despojado de falda y zapatillas rojas, pero mantenía la blusa transparente con un corpiño negro desbordante de promesas; la tercera sólo se había despojado de los aretes y el suéter. Le habíamos permitido esa actitud tan pudibunda porque dijo que era friolenta y se encargó de servirnos las cubas.

La última imagen que tengo de esa noche es el envase verde oscuro girando en el centro del cuarto, como el timón de un barco fantasma con rumbo a ninguna parte, mientras yo me tomaba un largo trago de ron y mis párpados caían pesadamente.

Desperté desnudo en medio de la alfombra. Las cortinas estaban abiertas y la luz del mediodía me acariciaba el rostro. Encima de la cama destendida se hallaba mi amigo en calzones y profundamente dormido. Revisé mi pantalón y estaba mi cartera pero no había ni un centavo. Por fortuna hallé la tarjeta de crédito. Intenté despertar a Rafael, pero por más cachetadas que le daba no respondía. Le abrí los ojos y los tenía en blanco. Llamé por teléfono, muy alarmado, a la administración. Les expliqué lo más puntualmente que pude que habíamos subido con cinco “señoritas” que seguramente nos habían suministrado un anestésico. Me respondieron que ellos no se hacían responsables de lo que le ocurriera a los huéspedes y menos en compañías dudosas. Les repliqué con una seriedad que hasta entonces desconocía que si bien habíamos sido víctimas de un robo, eso era lo de menos, “en la cama está mi amigo inconsciente, como es funcionario de la Presidencia de la República, seguramente en un cuarto de hora vamos a tener aquí Policía Militar”.

Me di cuenta de la eficacia de mis mentiras cuando un minuto después el administrador y una recamarera entraron en el cuarto con un Tehuacán y limones partidos por mitad. Con delicadeza levantaron la cabeza de Rafael para aplicarle unas gotas de limón en las fosas nasales y luego agitaron el Tehuacán para echarle un chorro que escurrió en su cara. El perdido entreabrió los ojos y como queriendo decir algo abrió la boca en la que sólo se formó una burbuja. Le dieron a beber el resto del Tehuacán hasta que pudo sentarse en la cama y preguntó qué había pasado. Todos suspiramos con alivio.

Les pedimos que nos dejaran solos para cuantificar las pérdidas. A mí, si acaso, me robaron trescientos pesos, pero a Rafael más de cinco mil porque acostumbraba cargar siempre efectivo para pagar viáticos a sus encuestadores.

Salimos del hotel bastante mareados y con un fuerte dolor de cabeza. Memo se había ido de madrugada. Ya en el coche, cuando propuse levantar la denuncia y traté de recordar los nombres de las ladronas, Rafael repuso enfático: “puede ser que nos acordemos de sus tetas, de sus nalgas o incluso de su coño si es que apretaba bien, ¿pero de sus nombres?, me parece imposible. Ni los caballeros ni los gañanes tenemos memoria.” Yo más bien pensé que lo que no teníamos eran ganas de dar a conocer esta aventura.

Dieciséis años después me vine a enterar por el periódico de la muerte de la Parkita y Espectrito Junior, dos gladiadores de bolsillo, en semejantes circunstancias y en un hotel de la zona. Pensé que por fortuna a nosotros nos habían aplicado la dosis exacta de lo que un botellero me dijo que era Rohipnol. Luego quise descubrir en la fotografía de la anciana acusada del homicidio los rasgos de una de nuestras inolvidables daifas. Me la imaginé de 45 y en leotardo pero ni aún así se me hizo conocida.

No sé si Rafael, ahora que es el encuestador oficial de Los Pinos y se convirtió en amigo de Felipe Calderón, se haya hecho las mismas conjeturas. Tampoco pude preguntarle a Memo si recuerda aquella noche porque le perdí la pista en un cambio de sexenio. Yo reviví este episodio por la nota roja y por una visita a Garibaldi, en la que con ojos llenos de nostalgia, contemplé los restos de aquel Barco de Plata.

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