viernes, 17 de julio de 2009

Olivia sin filtro



(publicado en la antología Prohibido Fumar. Selección y prólogo de Eusebio Ruvalcaba. Ed. Lectorum; México, 2008)

Olivia sin filtro

A ella le gustaba el tabaco oscuro y los días nublados. Venía de un país muy frío donde era delito fumar en casa si se tenían hijos pequeños. De allá adquirió la costumbre de prepararse sus propios cigarrillos y la convicción de evitar los embarazos.

Olivia hablaba poco y sólo nos veíamos cada jueves en su departamento. Nunca platicábamos de la familia, las enfermedades o el dinero. En cambio nos contábamos anécdotas de nuestros autores favoritos como si se tratara de amistades muy íntimas, mientras bebíamos whisky o ginebra en las rocas.
─Graham dice que es imposible apreciar lo peligroso de un hombre o de una bebida sólo por su tamaño ─afirmaba Olivia alzando su trago a la altura de la frente.
Ella me llevaba cuatro años y un mundo de experiencias que hubieran podido acabar con la confianza de una pareja, pero que en nuestro caso servían para afirmar una amistad que se complacía en ver cómo se elevaba el humo en espirales.
Supe que estaba enferma hasta una tarde en que le vino un acceso de tos ronca. Se cubrió con un pañuelo que guardó manchado con gotitas de sangre. No pudo ocultarlo tan rápidamente como para que yo no lo viera. Al sentirse descubierta me dijo como si nada “es pasajero”. Si se hubiera tratado de otra persona le habría recomendado un médico inmediatamente, pero a ella la hubiera defraudado mi impertinencia.
El conserje me encontró tocando la puerta del edificio. Era el tercer jueves que la buscaba sin que ella se asomara por el balcón para arrojarme la llave. Me dijo que la señora estaba en el hospital y me apuntó la dirección y los horarios de visita en una hoja de papel.
En la cabecera de la cama había otro nombre, el que constaba en su acta de nacimiento, y por el que muy pocos la reconocíamos. El de Olivia lo había adoptado como nombre artístico porque con frecuencia la comparaban con una actriz de los años cuarenta, a quien la igualaba no solamente la nariz aristocrática y la cabellera castaña, sino una sonrisa que se abría luminosa como flor al mediodía.
Así la había conocido en una fiesta de artistas y bohemios en Coyoacán, en la que todos bebían y bailaban. Me senté junto a ella porque la vi rechazar las invitaciones de los galanes más pintados. Cuando le dije que no se preocupara porque yo tenía ritmo de elefante y no pensaba sacarla a bailar, le chispearon los ojos azules y me sonrió como cómplice de un antiguo crimen.
Salimos a “tomar el aire” al jardín, pero en realidad fuimos a encender nuestro primer cigarrillo juntos. Yo fumaba de una marca que disgustaba a las mujeres porque era un tabaco fuerte y sin boquilla. Había heredado el gusto de un tío taxista, pero también había heredado la cortesía de traer siempre una cajetilla de otros más suaves para convidarle a una dama.
Olivia me vio abrirla con delicadeza, dar dos garnuchazos a la parte inferior y apuntarle con un cigarrillo importado como si fuera un dedo índice.
─¿Fumas? ─le pregunté mientras apretaba el encendedor con la derecha.
─Me gustan sin filtro ─dijo y sacó de su bolsa una cajita de madera labrada, con un pavo real de laca en la cubierta, que tenía dos compartimientos. En uno había tabaco oscuro con un olor muy penetrante; y en el otro, cuadritos de papel de arroz.
Colocó la cajita sobre una maceta, extrajo los materiales y con habilidad de mago colocó una sabanita en la palma de la mano y luego le espolvoreó el tabaco. Después de enrollarla, asomó su lengua para ensalivar golosamente la orilla mientras me miraba a los ojos. Juro que sentí como si un rayo azul me traspasara.
Me ofreció el primero y repitió la operación. Luego con un ademán me pidió fuego y no acerté a encontrar el encendedor hasta que ella me dijo que lo traía yo en la mano.
Me sentí igual de estúpido cuando le entregué las flores en el cuarto de hospital. La encontré sentada en su cama, un poco demacrada pero con semblante sereno. Como nunca usaba maquillaje y su piel era muy blanca, deduje su palidez de la telaraña de venas que se transparentaban bajo la piel del cuello. Traté de iniciar la conversación preguntándole cómo se sentía.
─Nostálgica ─me dijo con voz triste.
─Extrañando tu patria... ─complementé pensando que sin duda para ella habría una gran diferencia entre los hospitales de su país y los de aquí. La decisión de haberse quedado a vivir en esta “tierra del sol”, como ella la llamaba, ya le estaba costando muy cara.
─Extrañando los aritos de humo y los gritos del mercado ─me contestó sin asomo de ironía.
La falta de su vicio le soltó más la lengua. Me dijo que había tenido mucho tiempo para leer. Habló de dos novelas que la habían impresionado tanto que hasta soñó que platicaba con el autor. Comentó que había escrito unas cartas y me pidió que las echara en el correo y, como un favor muy especial, que pasara a la tabaquería Bach a comprarle una lata de Montecristo.
─Pero aquí está prohibido... ─la interrumpí.
─Lo quiero para olerlo ─me dijo secamente.
En ese instante me vino el olor de su departamento. No era el clásico tufo de la buhardilla del artista sino un aroma a trópico y carnaval que emanaba de las frutas y las flores que siempre lo adornaban, y de los colores de sus cuadros. En el “Recuerdo encendido”, un óleo que adornaba la sala, se veía aparecer de entre la bruma que brotaba de un cigarro una serie de paisajes y rostros que se superponían: una playa donde dos niños jugaban pelota con la luna, una ballena multicolor en una pecera, un gato azul sobre un tejado, una parvada de pájaros con rostros humanos y muchos detalles más que yo pude descubrir después de varias semanas y varios whiskys en la mano.
Una tarde mientras estábamos acodados en el balcón, me comentó mostrándome su cigarrillo, que para ella era como otro de sus pinceles.
─El humo puede dibujar y darle colores al aire, a esa nada que necesitamos para vivir y solamente la notamos cuando nos arrebata el paraguas o nos quita el sombrero.
Recordé el comentario al momento de pagarle al anciano que me atendió en la tabaquería Bach. Tenía una camisa de franela a cuadros y de un gancho en un esquina colgaban su saco y su sombrero. A pesar de que se desplazaba lentamente, caminaba con la espalda tan erguida como si con su postura quisiera desafiar el peso de los años.
Ese estanquillo que daba a la calle era el último vestigio de una época en la que el Salón Bach, ubicado en un sótano de Bolívar, había sido centro de reunión de músicos y escritores famosos. Las escaleras que conducían al salón estaban cerradas por unas rejas de metal que lucían el sello de “clausurado” desde hacía más de cinco años.
Muy pronto, seguramente, ese local lo iba a ocupar la franquicia de un restaurante de comida rápida o un bar con grupos de rock como los que abundaban en el Centro Histórico. Antros muy semejantes a los que frecuentábamos a los veinte años, con la única salvedad de que en los actuales ya se prohibía fumar.
¿Qué iban a hacer los muchachos que quisieran “echar humo” como nosotros? ¿Se iban a amontonar en los balcones?, ¿se tendrían que salir a la calle cada vez que los acicateara el antojo? ¿o iban a aprender a fumar, con la brasa adentro de la boca, sin quemarse?
Me fui cavilando en eso camino al hospital. Varias veces llevé la mano al interior del bolsillo del saco para sentir la lata oculta. Me registré. Enseñé mi pase y saludé seguro al vigilante, quien me dejó pasar sin problemas. Imaginaba que Olivia estaba de pie esperándome, con el cabello recogido, lista para salir.
Me la encontré acostada y con una mascarilla de oxígeno. Me sonrió con la mirada. Extendió su mano en la cama para indicarme que me sentara a su lado. No supe qué decirle. Francamente me dolió verla así. Ella se hizo a un lado la mascarilla y preguntó con voz apagada:
─¿Y mi encargo?
La ayudé a abrir la lata y sacar su tesoro de la bolsa. Se llevó un montoncito a la nariz. Aspiró el aroma con deleite, como si ése fuera el oxígeno que necesitaba para vivir. Me miró con ojos húmedos y me dijo con un hilillo de voz.
─Sabes que el aire... es como la felicidad... lo notamos hasta que nos empieza a hacer falta ─dijo antes de que se le acabara el aliento.
Tomó aire de la mascarilla y luego me pidió que le guardara el montoncito en su caja de madera y que le leyera una novela negra que estaba sobre el buró. Se colocó de nuevo la mascarilla y se fue quedando dormida justo cuando Cora y Frank decidieron asesinar a Nick Papadakis. Me salí sigilosamente cuando la enfermera vino a avisarme que se acababa la hora de visita.
No pasaron ni dos días cuando me llamó la esposa del conserje para avisarme. En mi condición de amigo más cercano me ocupé de hacer los trámites del hospital y de la funeraria. También le llamé a la familia. Me dijeron que iban a hacer todo lo posible por asistir al sepelio.
Me entregaron las pocas pertenencias que había dejado en el hospital: dos anillos de oro con motivos prehispánicos, unos aretes de plata de Taxco y, lo más valioso para mí, una cajita de madera labrada que no le entregué a la familia.
Estuvimos contadas personas en la funeraria. Algunos colegas suyos que la sobrellevaban porque no les hacía sombra en las artes plásticas. Un sobrino treintañero que llegó directamente del aeropuerto a velar a una tía que solamente había visto una vez a los diez años. El embajador que hizo guardia unos minutos para tomarse la foto, dos periodistas y el conserje con su esposa.
Olivia dormía en su ataúd, vestida de blanco, ajena a las intrigas y los comentarios más insidiosos que la señalaban como lesbiana o como neurótica alejada del mundo. Un fotógrafo me dijo en voz baja que no se parecía en nada a la imagen que imprimían en los folletos de sus exposiciones.
Yo imaginé sus ojos abiertos como cielos que causaban vértigo. Muchas veces me había extraviado en esa mirada. Recordé la última vez que amanecimos juntos. Fue en un tiempo en que todavía no sentíamos vergüenza de nuestros cuerpos.
Salí a la terraza de la funeraria. Saqué la cajita de la bolsa del saco. Me preparé un cigarro que enrollé con parsimonia. Mientras lo ensalivaba me vino de golpe el sabor de su boca.
─¿Quiere pasar a despedirse de la finada? ─me preguntó un empleado vestido de negro─. Ya la vamos a cremar.
Fui el último en entrar. Me dejaron solo con ella unos segundos. La miré en silencio. No tenía nada qué decirle. Me quité el cigarro de la boca y lo coloqué entre sus labios. Cerré la tapa del ataúd. Me fui rumiando sus palabras: “es pasajero... es pasajero...”

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