miércoles, 7 de agosto de 2019

Que anduve por ahí de bar en bar*

Usted me cuenta que para ayudar a papá que era cantante de ópera y apenas ganaba 17 pesos cantando en las misas, mamá Margarita daba clases de piano y de solfeo; que papá Pepe después de sus ensayos nocturnos en el estudio de su casa en la colonia Clavería se encerraba a beber a escondidas, y que otras noches llegaba con sus copas a despertarlo para platicar de la vez que había compartido el escenario con María Callas y Giuseppe Di Stefano en la Carmen de Bizet, o de cómo se decía salud en varios idiomas y repetía alzando el vaso de Ron Potrero con Coca Cola: cin cin, italiano, santé, francés, prost, alemán, y los dos se aguantaban las carcajadas para no despertar a nadie cuando contaba chistes y anécdotas de tenores y sopranos hasta que les daban las tres o cuatro de la mañana cuando a usted lo vencía un sueño cargado de música y aplausos que luego se interrumpía con el despertador anunciando la seis, y había que levantarse para ir a la secundaria con ojeras y paso de zombi. 

 

Me dice que a los quince años, una noche de primavera, compró su primera anforita de ron y se la bebió a solas porque mamá Margarita había corrido a papá Pepe al enterarse que tenía otra familia en Tampico, y aunque por fin se acababan los pleitos también entendió que se venían encima un montón de responsabilidades que iban a afrontarse solamente entre mamá, Gonzalo, su hermano, y usted, que para pagarse los estudios trabajaba en un taller litográfico de la colonia Álamos, y para ahorrarse el camión se iba en bicicleta, de ida y vuelta, de Marina Nacional a la colonia Álamos, cantando las de Cri Cri, las de José Alfredo, y hasta el “O sole mío” mientras pedaleaba con el ritmo de la música, y aunque los autos se le cerraban, la gente en cambio le abría paso porque les sorprendía ese chamaco tan aventado y tan raro que algunos ya conocían y cuando lo veían pasar alegre y acompasado exclamaban “mira, ai viene el loquito que canta en la bicicleta”. 

Me narra con ojos encendidos aquellas noches de serenata acompañando a los cuates y de cómo el papá de Lety, su novia, le prohibió seguir cortejándola cuando se enteró de que era músico; me cuenta de su primer contrato con una disquera y sus primeras veces en un estudio de televisión, donde llegó a alternar con los Locos del Ritmo, Los Rebeldes del Rock y César Costa, y de cómo pensaba que echándole ganas tal vez algún día llegaría a ser tan famoso como ellos; me dice que aprendió a tocar el contrabajo y el bajo eléctrico, de su debut con un grupo de jazz en el bar Semíramis de la Zona Rosa, de la temporada en el Perla Negra, en el Elefante Rosa, en La Llave de Oro, donde a los 19 años ya ganaba un promedio de 10 mil pesos al mes y empezaba a marearse en el torbellino de los amigos ocasionales, las mujeres de una noche, el alcohol de la mañana y las drogas de cualquier hora.
 
Se le hace un nudo en la garganta cuando me detalla cómo fue aquella noche de marzo del 70. El Teatro Ferrocarrilero a reventar y los artistas en las primeras filas apoyando a México, y usted de 22 años con su figura delgada y su pelo ensortijado, el saquito de terciopelo verde que le prestaron y la camisa y corbata de moño en color negro. La voz de la presentadora lo anunció: “País: México, canción: El triste, de Roberto Cantoral, dirige el maestro don José Sabre Marroquín, canta José José.” Y usted, con su pinta de principito de Saint Exupery salió al escenario, con la seguridad de quien no tiene nada que perder. Desde el momento en que empezó a cantar hasta que soltó la última nota de dieciséis compases sin respirar, el público se le entregó con gritos, con flores, con la certeza de que acababa de comenzar una pasión que le iba a llevar el resto de su vida.

Ya después, usted me dice entre lágrimas, que vinieron cosas buenas que recuerda con ternura y otras tristes como la mayoría de sus canciones. De las primeras recuerda cuando se escapó de una fiesta de Hollywood Hills con una pelirroja de piel apiñonada y tuvieron que ocultarse debajo de un coche porque los invitados los buscaban a gritos por la calle. O de cuando nacieron sus hijos y dejó de beber por temporadas. De las tristes se acuerda de dos matrimonios que pasaron entre pleitos y reproches, y de los ríos de dinero que hizo ganar a mucha gente sin recibir casi ningún beneficio.

Hay otras cosas que recuerda como entre flashazos: las giras, los premios y los discos de oro, pero sobre todo aquella ocasión en un palenque con piso de tierra, en que después de días de beber se sintió tan mal que ofreció disculpas al público y se echó a llorar: “Perdónenme por el estado en que me encuentro”, les dijo. Y una voz del público le replicó: “Tranquilo, venimos a oírte, ¡sólo cántanos, no te preocupes!” y el aplauso general le devolvió el alma al cuerpo. 


Y hoy, entre las penumbras del cuarto de hospital, conectado a varios aparatos, usted sigue recordando y piensa y me dice: «si tan sólo pudiera volver a cantar...»




*Texto publicado en la columna “Elogio de las cantinas” de la revista Play Boy México, correspondiente al número 193 de noviembre de 2018.



1 comentario:

  1. Me parece una genial narración de una biografía. Felicidades, me gustó mucho.

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