Caminar por Madero es encontrarse a cada paso con las leyendas de la ciudad.
A fines del XIX, Plateros es el sitio predilecto para el “flaneo” de los lagartijos. Los lagartijos son la juventud dorada del porfiriato. Aquellos que en palabras de Heriberto Frías “botan magistralmente el dinero heredado de los abuelos laboriosos o feudales, allá sobre los surcos de la hacienda regada con sudor y sangre”. Su deporte favorito es el “flaneo”, es decir el paseo errático y ocioso, en busca de los placeres que les ofrece la vida.
Los lagartijos se dedican a piropear a cuanta joven pasa a su vera, desde las grisetas o modistillas que trabajan en los grandes almacenes que visten a las damas más encopetadas de la metrópoli, hasta las nuevas adquisiciones que las madamas de los burdeles de alcurnia acostumbran exhibir en carruajes que atraviesan la avenida Plateros-Profesa-San Francisco.
El Jockey Club es sin duda el cuartel general de lagartijos, pavorreales, financieros y viejos verdes que se dan cita desde 1881 en este Palacio de los Azulejos para hacer la siesta, tomar el baño o el aperitivo, jugar boliche, billar o buscar emociones más fuertes en las apuestas de la baraja, mientras escancian una botella de Roederer o Veuve Clicquot.
Una tarde de septiembre varios espectadores se congregan alrededor de una mesa de pókar. El joven Ignacio Torres Adalid juega contra uno de sus conocidos. Tiene tan mala racha que en dos horas ha perdido todo lo que llevaba en la bolsa. Bebe su copa de un golpe y, desesperado, decide tentar al destino.
Torres Adalid: ¿Crees que mi Hacienda vale cien mil pesos?
Contrincante: La Hacienda es lo único que te queda y no voy a permitir que te arruines.
Torres Adalid: Agradezco tus buenas intenciones. Pero piensa que si hoy no juego, jugaré mañana hasta perderlo todo. Si gano, voy a seguir siendo un inútil. En cambio si pierdo, me voy a poner a trabajar y me haré un hombre de provecho.
Contrincante: Bueno... ¡haz lo que te dé la gana!
Nacho Torres pide una carta. La mira. Se le iluminan los ojos, sonríe aliviado. Muestra una tercia de reyes. Su contrincante muestra una flor imperial. El público lanza un grito de sorpresa. Nacho Torres pierde su hacienda. Dicen las memorias de uno de sus descendientes que al otro día Torres Adalid sale para su terreno de Ometusco. Siembra magueyes, se casa, enviuda y levanta un emporio.
Los Duques de Plateros
Otra leyenda viva de Plateros es Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), escritor que eleva esta calle hasta la nomenclatura del gusto popular del siguiente siglo con su poema-crónica “La Duquesa Job”.
Desde las puertas de la Sorpresa
hasta la esquina del Jockey Club,
no hay española, yanqui o francesa,
ni más bonita, ni más traviesa
que la duquesa del Duque Job.
¡Cómo resuena su taconeo
en las baldosas! ¡Con qué meneo
luce su talle de tentación!
¡Con que airecito de aristocracia
mira a los hombres, y con que gracia
frunce los labios -¡Mimí Pinsón!
Si alguien la alcanza, si la requiebra,
ella, ligera como una cebra,
sigue camino del almacén;
pero ¡ay del tuno si alarga el brazo!
¡nadie le salva del sombrillazo
que le descarga sobre la sien!
El Duque Job, así llamado por la fama de su poema, es un apasionado de la moda francesa, viste saco de terciopelo violeta, lleva una gardenia en el ojal y usa sombrero de copa. Es un auténtico lagartijo aunque no proceda de las mismas filas que los hijos predilectos del porfiriato. Gutiérrez Nájera es un hijo de la cultura del esfuerzo que lo ha llevado a través del periodismo y la poesía a ser uno de los representantes más conspicuos del modernismo. El doctor Manuel Flores lo describe de esta manera: ‹‹fue el primero que se aventuró en llevar gardenia en el ojal, a hablar de su buodoir japonés y de su saloncito Renacimiento, a pagar a sus acreedores, y que comenzando por respetarse a sí mismo acabó por hacer respetable la literatura y la poesía››.
El Duque Job camina todas las tardes, a las seis, los 825 pasos que separan el Jockey Club, situado en San Francisco y el Callejón de la Condesa, del almacén La Sorpresa, ubicado en la esquina surponiente de las calles Madero y Gante. Camina con la ansiedad de todo enamorado que va por su novia al trabajo. De regreso viene del brazo de Marie Rose Alphonsine Remy, dependienta del almacén de ropa de Madame Anciaux. Marie Rose es una rubia de ojos verdes, nariz pequeña, cutis de ala, boca de guinda, talle de avispa y pie de andaluza. En algunas de las estrofas del poema se puede entrever la intimidad que existe entre Manuel y Marie Rose.
¡Ah! tú no has visto cuando se peina,
sobre sus hombros de rosa reina
caer los rizos en profusión!
Tú no has oído qué alegre canta,
mientras sus brazos y su garganta
de fresca espuma cubre el jabón!
¡Y los domingos!... ¡Con qué alegría
oye en su lecho bullir el día
y hasta las nueve quieta se está!
¡Cuál se acurruca la perezosa,
bajo la colcha de color rosa,
mientras a misa la criada va!
Aunque “La Duquesa Job” se publica en el periódico Gil Blas en 1886, el idilio tiene un final tragicómico. A fines de septiembre de 1888 Manuel le anuncia a Marie Rose que va a casarse con Cecilia Maillefert el 2 de octubre siguiente. Puede más el apellido de una buena familia que el amor de la duquesita. Marie Rose intenta suicidarse disolviendo unos cerillos en una taza de té que bebe antes de desmayarse. Afortunadamente el doctor Juan N. Govantes y Manuel Puga y Acal auxilian a la muchacha y la salvan con un oportuno lavado de estómago.
Finalmente Marie Rose termina casada con un rico empresario, Manuel Gutiérrez Nájera muere siete años después de manera por demás extraña y la llegada del nuevo siglo transforma la fisonomía de la calle pero no su espíritu apasionado y bullangero.
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