lunes, 30 de junio de 2025

De madrugada en ninguna parte. Capítulo 4. Dionisio Balderas



4. La verdadera vida


Mi paso por la universidad sirvió para confirmar mis inclinaciones literarias. Aunque entraba poco a las clases, frecuenté a los poetas. Me identificaba con su rebeldía ante el mundo y, como ellos, también quería expresarme por medio del arte al que consideraba el camino hacia la auténtica iluminación. En cambio las relaciones sociales me parecían pura hipocresía. Esto motivó mi alejamiento de las celebraciones colectivas. Navidad y Año Nuevo se me hacían particularmente patéticas. Después de hablar mal del prójimo y hostilizarlo durante 365 días, en diciembre reinaba una mentirosa armonía que servía de pretexto a un consumismo feroz. Pensaba que casi todas las familias eran como la mía aunque mejor dotadas para los convencionalismos y el fingimiento.

Supongo que fue la soledad la que me llevó a refugiarme en la escritura. Escribí cuentos y poemas que presenté en la escuela. A mi padre, a quien alguna vez sorprendí leyendo mis textos, no lo convencían mis aptitudes, pero mi maestro de redacción, un viejo periodista, llegó a comentar que mis relatos destilaban resentimiento pero también tenían fuerza. Eso me llevó al convencimiento de que yo era diferente a los demás por mi condición de artista y por eso me estaban permitidos toda clase de excesos, especialmente los relacionados con el alcohol. Así que para mantenerme despierto escribiendo hasta la madrugada requería del brío de varios vodkas y, luego para dormir, del veneno del bourbon que me dejaba tendido hasta el día siguiente. Por supuesto que estos hábitos los costeaba la cava de mi padre, quien como buen cantinero empezó a notar mi actitud extraviada por las noches y taciturna por las mañanas. A pesar de que yo había tenido la brillante idea de ir sustituyendo sus bebidas con agua o con refresco, y cambiar al anís y a la ginebra para no vaciar por completo los envases, don Chucho se dio cuenta y escondió bajo llave sus botellas después de emprenderla a golpes conmigo. Luego en largo sermón me explicó las razones por las que le parecía oneroso financiar los placeres de un dipsómano. Remató diciendo que cada centavo invertido en mi educación le parecía dinero tirado a la basura y que seguramente se le habría sacado más provecho de jugarlo a los dados. Así lo dijo con todo y que era enemigo jurado de los juegos de azar. Acto seguido: canceló el magro presupuesto que destinaba a mis estudios y me dio un plazo perentorio para conseguir trabajo.

Como no se me ocurría nada mejor que hacer, seguí asistiendo regularmente a la escuela, a organizar el recibimiento del sol de mediodía. Por las mañanas juntaba una cantidad que entre otros compañeros y yo hacíamos rendir al máximo en la compra de jugos y bebidas, que escanciábamos entre clase y clase. Cuando algún compañero se resistía a dar su aportación con el pretexto de que traía lo estrictamente necesario para su comida, le arrebatábamos el dinero con el persuasivo argumento de que “los hombres no comen”. En ocasiones nos descubrían los vigilantes y teníamos que apurar el trago para salir corriendo en estampida. Era nuestro diario ritual y ninguna otra cosa nos importaba más que esta convivencia.

Un martes a la una y media se detuvo frente al grupo un Mustang de colección. Su conductor, un joven rubio de semblante ictérico y pulso tembloroso, nos miró con angustia. Así como los murciélagos poseen un fino sentido que les permite reconocerse en la oscuridad, los borrachos también podemos identificar a uno de los nuestros de un vistazo, aunque esa persona jamás haya bebido una copa en su vida. Por eso mi primer impulso solidario fue invitarle a aquel perdido un trago del elíxir que tenía a mano. Se llamaba Helios Rodríguez y era el primogénito de un homónimo que comenzó de alpargatero en Galicia y acabó como propietario de la cadena de Ferreteras Rodríguez e Hijos, en México. Así obtuve mi primer trabajo como empleado de mostrador, en el que gracias a mi alto sentido de la responsabilidad realmente cumplí las funciones de asistente personal del Director de Promoción, Helios Junior, quien me llevaba cuatro años y no sé cuántas botellas de ventaja. Mi principal actividad era acompañarlo en sus largas odiseas báquicas que incluían desayunos con piedra, almuerzos con sangría y variadas botanas por las cantinas del centro: lunes de caracol panteonero en el Vista Hermosa, martes de birria en La Numantina, miércoles de mojarra frita en Los Portales, jueves de chamorro en La Mascota, sábado de paella en El Paraíso y domingo de 20 platillos y baile en el primer piso del Dos Naciones. Era una semana sumamente ocupada si se tiene en cuenta que mis servicios incluían pasar por el Director en la mañana para ir a disipar los efluvios etílicos al vapor, y terminaban a altas horas de la noche para llevarlo en calidad de fardo hasta su casa.

Sin temor a equivocarme puedo decir que Helios, mi primer patrón, fue también mi primer comparsa, así como se les llama en el Grupo de Adictos en Recuperación a los compañeros de farra. Me gusta la palabra porque me recuerda al teatro o al cine y precisamente esa etapa de mi vida, pienso que transcurrió como una especie de film rápido y mudo, en que la mayoría de los actores aparecen como sombras ante mi memoria. Me veo en una sucesión interminable de pachangas acompañando siempre a Helios, el muchacho alegre de la película, de borrachera en borrachera y de resaca en resaca. Sabíamos cómo empezar pero nunca cómo acabar ni cuándo detenernos. Podíamos iniciar en una cantina y terminar en un burdel, dormir en la copa de un árbol y despertar debajo de un coche. Convertirnos en el centro de una reunión y por la misma dinámica del alcohol, que exigía emociones cada vez más fuertes, acabar expulsados de la misma. No importaba la bebida ni la compañía. Finalmente bebíamos por el mágico efecto que hacia estallar al mundo en fiesta.


Una noche de regreso de mis labores, mientras realizaba un trabajo sobrehumano para meter la llave en la cerradura de mi casa, me abrieron violentamente. Por el impulso caí de bruces, de modo que una sombra aprovechó para romperme un palo en pleno lomo. Rodé por mero acto reflejo y alcancé a aventar un izquierdazo, que dio de lleno en el centro de la silueta que, luego descubrí, era la de mi padre rebotando de nalgas contra el cancel de la entrada. Con el escándalo salió Araceli para encontrarnos a los dos en el suelo. Don Chucho tendido cuan ancho era y yo hincado alisándome el cabello sin entender bien a bien qué había pasado. Todavía puedo escuchar los gritos de mamá: “¡Le pegaste a tu padre, vienes borracho!” Ante sus ojos, aquel simpático niño que jugaba canicas hacía unos años, se había convertido en un monstruo parricida. Yo, sin saber claramente qué ocurría, entré al baño lavarme la cara para, acto seguido, llegar a derrumbarme sobre mi cama, a dormir la mona.

Al día siguiente con la cara hinchada y el cabello revuelto me despertó a gritos don Chucho aventándome una maleta para que empacara mis cosas. Venía con dos de sus empleados, expertos sacaborrachos, que me miraban apenados desde la puerta. Como no me movía, mi padre se me fue encima a puñetazos. No metí las manos porque me dolían más las palabras que los golpes de ese anciano que se cansó de pegarme y acabó maldiciendo el instante en que me había engendrado y vociferando que la vida se iba a encargar de cobrarme tamaña ingratitud. Fue la última vez que vi a mi padre. De Araceli, ni siquiera pude despedirme. Salí en silencio y con ganas apremiantes de curarme la cruda. De entonces a la fecha nunca he podido referirme a mi papá sin resentimiento, por eso prefiero llamarlo don Chucho, como lo conocían en El Nuevo Olimpo, y recordarlo como un anfitrión maravilloso.

Mucho tiempo quise entender qué fue lo que salió mal en mi relación familiar pero siempre encontraba una razón distinta. Llegué a pensar que quizá alguna mujer desesperada por apuros económicos me había regalado con la familia Balderas; que un doble abismo generacional se atravesó entre mis padres anticuados y yo, el adelantado a mi época; que entre mi infancia y mi adolescencia se me desarrolló una enfermedad mental incurable de la que ya había dado muestras con mis fantasías o que simplemente mi carácter impulsivo y rebelde nunca me permitió ser el hijo que Jesús y Araceli esperaban. El caso es que nunca tuve la atención que necesitaba pero tampoco la tuvieron mis padres, ni mis abuelos, ni ninguno de los hombres de mi familia que tampoco acabaron tan perdidos como yo. Quizá don Jesús tuvo razón al calificarme alguna vez como un pinche soñador.

Ya lejos de mi hogar y sin las restricciones de mi padre pude soltarme el pelo totalmente. Tenía un trabajo que me gustaba, no me faltaba dinero e incluso renté, con ayuda de Helios, un departamento en la Unidad Modelo, que lo mismo funcionaba como leonero que como punto de encuentro para bebedores diversos: clientes de la ferretería, amigos de la escuela y conocidos de parranda que podían caer de madrugada para festejar un cumpleaños o pedir asilo por corta temporada. Entonces me parecía fascinante este estilo porque desde niño asociaba la VIDA, así con mayúsculas, a las fiestas y al alcohol. Por eso en el dintel de entrada a la cocina, que era el primer y último punto de una reunión, escribí con plumones de color mi consigna: “la verdadera vida es la bebida”.

Yo sentía que mi departamento era como el ombligo del mundo. Si bien escasamente se barría o se lavaban los platos, ahí en la sala, entre huacales habilitados como mesas y libreros, se declaraban la guerra el licenciado Pancho Zapata, revolucionario institucional, y Miguel Jiménez, economista neoliberal, que entre libaciones de cerveza acordaban el armisticio con un baile de cachetito. En el pasillo Minerva Rubio, la socióloga feminista, vituperaba a los Beatles y elogiaba a los Rolling mientras el maese Eusebius, reconocido musienólogo, practicaba las genuflexiones al escuchar el divino nombre de Brahms. En el baño, Enrique Reséndiz, el médico cura crudas, el Conejo Macías, afamado clarinetista, quien nunca aprendió a tocar instrumento alguno pero que soltaba las netas más claras y afiladas entre sus interlocutores, y los Stevens publicistas vegetarianos y bisexuales, llenaban la tina con agua mineral, coca cola y litros de aguardiente, que servían de combustible para remontar con ventura la noche arriba. En la recámara, Helios Rodríguez, ensayaba sus acrobacias de alcoba con Rosario, la guerrillera del caimán barbudo o con la 1069S, policía ecológica, que en vez de una mordida le aceptó varios legüetazos, o con Elba, la insaciable, quien propaló ladillas entre los asistentes, o con Sofía L. Miranda, la dama del perrito, quien me inició a los 17 años en los misterios del amor.


Sofía era una mujer fea si se atiene uno a la percepción física: de narices anchas y caderas estrechas, pechos pequeños pero puntiagudos, pierna peluda y apetitosa, rematada en pies de finos dedos, en los que resaltaban dos gordos achatados como de salamandra. Era desinhibida y llamaba a las cosas por su nombre, pero creo que ese aspecto era el menos importante para quienes la conocían en la intimidad. Sofía chaparra, morena y flaca, era detrás de esa apariencia tan vulgar, doctora en las artes rotatorias. Ella, tan insignificante a ojos del neófito, representaba para nosotros, sus prosélitos devotos, un verdadero sacudimiento seminal.

No sé quién la invitó por primera vez a las reuniones. Pero una noche se apareció con su sonrisa de párvula y una botella de vino blanco en la mano. Al principio muy pocos le pusieron atención. Pertenecía a ese tipo de mujeres arácnido que empiezan a tomar consistencia después de la sexta o séptima copa, cuando la mayoría están ocupadas y las únicas solitarias son lesbianas feroces o frígidas resentidas. Marco Tulio fue su afortunado descubridor. Poeta acostumbrado a los rechazos, su táctica consistía en acosarlas con distintos venenos: tequila con cerveza, mezcal con jugo de piña, charanda con refresco de grosella. A todo le atoraba la Miranda sin pestañear siquiera.

Después de varios intercambios, cuando Marco Tulio ya había penetrado en las arenas movedizas de la briaga más espesa, Sofía le preguntó:

—¿Me acompañas con otro trago?

—Lo único que deseo en este momento es acostarme... de preferencia contigo.

—Ay, corazón, para coger conmigo no se necesita emborracharme.

Y con paso de torera en vuelta al ruedo, lo condujo de la mano a uno de los dos cuartos. Lo acostó en la cama, lo cubrió maternalmente con un tapete y cuando lo escuchó roncar se metió del lado en que yacía Enrique, el galeno gañán, a quien, esa madrugada, deslumbró con su pericia pélvica.

El doctor fue el primero en entusiasmarse pero guardó el secreto. Estar con ella era como descubrir El Dorado o la fuente de la eterna juventud. Por unos días notamos que Enrique la buscaba en las fiestas y nos enteramos por Minerva, que incluso había invitado a Sofía, “esa “lagartija”, a salir de fin de semana. Supongo que ella se fastidió de tanto asedio y de las escenas de celos que el médico brujo le hacía en las fiestas, porque después de tres semanas lo mandó a volar.

Así, como quien no quiere la cosa, uno tras otro fuimos cayendo en sus amorosas redes para convertirnos en protagonistas de una hora en el cuarto del fondo. Como bien lo definió la envidiosa Elba, parecíamos una manada detrás de una perra en celo. Entonces cambió la tónica de las reuniones. Apenas Sofía atravesaba la puerta de entrada, ya la mayoría se desvivía por atenderla. Helios fungiendo de anfitrión era el primero en hacerle la corte y llevársela al cuarto con cualquier pretexto: “¿conoces la ciudad desde un séptimo piso?”, “¿te gustaría verte desnuda en la luna del espejo?”, “¿le has dado de comer a una anaconda?” Y por supuesto que no había ventana, ni espejo, ni serpiente, si acaso la bestia de dos espaldas, que constantemente mudaba de piel.

Entonces las sesiones con Sofía se volvieron uno de los mayores atractivos de la reunión, no solamente para los participantes del prodigio sino también para los espectadores, quienes asistían asombrados tras el ojo de la cerradura a una escena muy alejada del aburrido muestrario de posturas ridículas, contorsiones incómodas y visajes grotescos propios del apareamiento pornográfico. Se trataba de una especie de ritual concentrado y enigmático en el que Sofía hacía de sacerdotisa, aunque Rosario, o cualquier otra de las concurrentes, tratara de espantarle al público con un despectivo “¿qué le miran a esa zorra!”, que únicamente servía de acicate para engrosar la fila de admiradores detrás de la puerta.

De esta manera fue como a los concurrentes masculinos, a los no tan masculinos y a una que otra invitada se nos encendió el deseo por la Miranda. Los mejores homenajes se los dedicó mi mano antes de dormir hasta que una tarde de invierno me favoreció con su experiencia. Por fastidio, curiosidad o nada más para variar de gusto se me ofreció sin mayor trámite. De la mano me condujo al templo donde oficiaba. Ahí, en medio de esa cama destripada y rechinante, entendí para qué me servía el instrumento. Era una palanca de voluptuosidades que revolucionaba el delicado mecanismo del deseo. Sofía se prendía rápido y no había manera de apagarla: avanzaba a tientas hacia al punto, prescindiendo de preliminares, se movía despacio y con delectación, oscilaba su caderamen en ritmos variados, suspiraba profundamente para lanzarse con más fuerza en un crecendo de embestidas suaves. Ahí se suspendía momentáneamente para metamorfosear su húmeda y tibia cavidad en una estrecha boca que, ajustándose a mis contornos, me engullía en sucesivas oleadas de calor que traspasaban mi epidermis hasta alcanzar mi corazón. Su placer consistía en fundirse totalmente conmigo para derramarme y luego desprenderse de mí como una mano que abandonara un guante viejo. Sofía me arrebataba como si en cada cópula cumpliera con un pacto suicida y luego de matarme varias veces reviviera para vestirse y decir como si nada:

—Eres poco expresivo... —y hacer el comentario más peligroso que nadie me haya hecho jamás— : pero tienes una ¡buena veeerga, eh?

Así me dejaba tendido, desnudo y melancólico, sin ganas ni energía para chaquetearme por lo menos una semana, en la que Enrique, el matasanos, me recetaba supositorios de yema de huevo para recuperarme de esta experiencia milagrosa que, con tono académico, definía como “un fenómeno de facultades multiorgásmicas e hipercapacidad muscular del constrictor y los perinales”, que nosotros los legos simplemente llamábamos “perrito”.

De mariscala en campo de plumas, Sofía pasó a ser mi confidente. Me reveló el secreto de su L solitaria. El haber nacido un nueve de diciembre le confirió el sino tragicómico de su santa patrona: Leocadia. Sabiduría y locura cohabitando en un solo nombre que también era la causa de la terrible inestabilidad emocional que la obligaba a adoptar personalidades contradictorias. Por la mañana era la eficiente secretaria de notaría que le negaba las nalgas al licenciado Cuéllar, por la tarde la atenta nieta del abuelo Teodolito, y en la noche, a los primeros ronquidos del senecto, se transmutaba en una auténtica amazona asaltacamas de la Unidad Modelo.

Supongo que el furor uterino le venía de prosapia. Aunque tuvo mucho cuidado en ocultarlo, pudimos deducir su origen por algún comentario. En rueda de conversadores nostálgicos que fijaban los primeros atisbos de su conciencia histórica al enterarse de la muerte del Che en Bolivia o al escapar del Tlatelolcazo, Sofía afirmó que se había dado cuenta de su realidad cuando se clausuraron los antros donde había espectáculos de sexo en vivo, y su abuelito exclamó alarmado “¿ahora dónde va a trabajar tu madre?” Y de esa época, dedujimos después, le vinieron las primeras estrecheces económicas, que Leocadia tuvo que solventar trabajando de mesera a los 13 años para costear los estudios de computación de Sofía. También hizo de fardera en sus ratos libres y de cocinera de fonda, como lo demostró una mañana dominical en que nos deslumbró con el milagro de la conversión de las tortillas duras en chilaquiles verdes, y de los envases vacíos en caguamas frías y fiadas de la tienda. ¿Qué más se le podía pedir a la vida?


De no haber mediado las disputas seguramente se habría quedado a vivir en el departamento como una reina. Pero la condición humana es posesiva y cada uno la quería para sí mismo porque en ella encontraba algo que le hacía falta. Marco Tulio le escribía poemas porque decía que era su musa-araña, el Conejo alababa las virtudes de su inteligencia porque era la única persona que se reía de sus chistes, Minerva admiraba la seguridad de su carácter y la convicción con que defendía su libertad sexual. Tanta atención acabó por abrumarla, y sin que lo supiéramos prefería escaparse con un notario cincuentón y divorciado que la llevaba a bailar quebraditas al club Denver y a rematar al motel más económico porque a ella le gustaban las emociones fuertes.

Cuando se iba temprano o faltaba a las fiestas, el licenciado Zapata exhibía sus talentos de Ministerio Público al interrogarla y hacerla caer en contradicciones que ella salvaba sin desdoro.

—Anoche nos privó de su presencia porque sentía “morirse” de una infección estomacal y ¡hoy nos comparte un coctel de mariscos?

—Es que es un “Vuelve a la vida” —respondía tan fresca.

Sin embargo no podía, por mucho que sonriera, borrar las sospechas de que algo andaba mal en su relación con todos nosotros. De tal manera que entonces el ambiente se volvió como de comedia italiana en la que abundaron rumores cada vez más inverosímiles: que “salió positiva en la prueba de Elisa”, que “quería operarse para cambiar de sexo”, que “se convirtió al Islam”, y la versión más descabellada de todas que al final resultó cierta: que” tenía novio formal”.

Sin que nadie lo imaginara, Sofía le había ganado la partida a Leocadia con un golpe maestro programado para el 20 de abril en la parroquia del Señor de los Desesperados de la Merced. La noticia nos conmocionó y desde dos semanas antes estuvimos tramando cómo arruinar la fiesta. No era cosa de dejar ir tan fácilmente a tan espléndida mujer. Cuando preguntaran si existía algún impedimento para realizar la unión, Enrique Reséndiz, médico internista, con cédula profesional 1075608, iba a manifestar que “la contrayente padece de un SEPS (Síndrome de Excitación Sexual Permanente) incurable, que ni el ejército de salvación podría apaciguar”; Marco Tulio Lailson, poeta desempleado, iba a declamar a voz en cuello: “Y yo que me la llevé al río creyendo que era mozuela...”; mientras yo, Dionisio Balderas, picapleitos aficionado, iba a armar tremenda boruca con el invitado más cercano. Tantos planes hicimos que el día de la boda, por afinar los últimos detalles en La Numancia, llegamos cuando ya estaban bañando con arroz a los contrayentes. Entonces, apesadumbrado y con los ojos llorosos, mientras veía cómo les repartían abrazos, de condolencias para él y casi de faje para ella, me di cuenta cabal de que así como otros la deseaban, yo realmente la amaba. Pero después de dos botellas llegué a la misma conclusión que Alejandro, el Conejo Macías, me soltó a medio brindis: “las mujeres se divierten con los borrachos y se casan con los pendejos”.

No sé exactamente cómo terminó aquella fiesta ni en qué estado fui a dejar a Helios, quien insistía en quitarme las llaves. Solamente conservo la sensación de que mi vida iba como en cámara rápida, a toda máquina, derramándose como cerveza espumosa, sin frenos y pasándose los semáforos en rojo hasta que se encontró con un camellón que alteró la velocidad de la cinta, le hizo dar de brincos y descomponerse en flashazos de imágenes sueltas: la llanta saltando en el aire, el mundo de cabeza, la lluvia de astillas del parabrisas, el árbol de frente y la oscuridad. El fin de la función. Luego desperté en el hospital conectado a sondas que me salían de la nariz y de los brazos. Recuerdo la sed, el olor a sangre y cloro, pero sobre todo la compañía del dolor, a veces intenso y a veces mitigado por los calmantes, pero siempre constante en mi pierna derecha que nunca encontraba acomodo. La única visita que recibí fue la del licenciado Zapata, quien me dijo que a pesar de la muerte de Helios, la familia Rodríguez había decidido no levantar cargos porque sabían que él venía manejando.

En tres semanas de terapia intensiva mi vida cambió, me volví un hombre nuevo a los 19 años. Perdí varios kilos, tres centímetros de la pierna derecha y me quedó una cicatriz que como hiedra me sube por el tobillo a la rodilla. Cambié de amistades, de trabajo, de domicilio. Lo único que se mantuvo firme fue mi indomable convicción para seguir bebiendo porque salí de la cama del hospital, con la pierna todavía enyesada y en muletas, a brindar en la barra de un bar. Con tan buena fortuna que el propio cantinero me invitó la primera copa, la primera de una interminable sucesión de euforias y depresiones, de venenos y antídotos, que iban a convertirme en lo que ahora soy.



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