Al paso de los pelados
Una
fría mañana de invierno, el General Francisco Villa camina por en medio de la
avenida más famosa de la Ciudad de México. Va en compañía de los generales
Felipe Ángeles, Rodolfo Fierro Fierro e Isabel Robles, y seguido por una
pequeña escolta de soldados de la División del Norte, de una banda militar y de
decenas de curiosos que se le han ido sumando, y otros que aplauden a su paso.
Va a develar una placa que cambia la nomenclatura de una calle conocida por
tres nombres: Plateros-La Profesa-San Francisco, por la del Apóstol de la
Democracia: Francisco I. Madero.
Desde la muerte del presidente mártir en febrero del
año anterior hasta este martes luminoso de diciembre, miles de mexicanos de
distintos lugares del país y de diversas extracciones sociales han venido
luchando por reivindicar lo que representa este hombre de frente abultada, ojos
pardos y expresivos, piocha francesa y movimientos nerviosos que inspira
confianza a primera vista. Aunque muchos de sus contemporáneos afirmaban
conocerlo bien, ¿quién era en verdad Francisco I. Madero?
El Apostol de la Democracia
Panchito
Madero era el primer nieto de don Evaristo Madero, ex gobernador de Coahuila y
reconocido hacendado que contaba con una fortuna de aproximadamente 30 millones
de pesos de aquellos de 1910, y una enorme influencia en su región.
Francisco Ignacio Madero hizo la primaria en un
colegio jesuita de Saltillo, terminó la secundaria en Baltimore y luego realizó
estudios de Economía y Finanzas en la Escuela de Altos Estudios Comerciales de
París. También tomó cursos de Filosofía Oriental, Historia y Derecho. Sabía
tocar la flauta transversal, era médico homeópata, y con su regreso a Coahuila
trastocó las costumbres de las haciendas vecinas a la suya, subiendo el salario
a sus peones e introduciendo novedosos métodos de riego y de cultivo del
algodón.
Panchito medía 1:50 mts., tenía el pelo castaño y la
mirada dulce, lo distinguían su carácter afable y su enorme fuerza de voluntad.
Entre sus amigos era considerado como un buen nadador, un mejor jinete y un
excelente bailarín. Sin embargo, su condición de junior también concitaba la antipatía de gente de clases menos
favorecidas, e incluso la de su propia clase. En carta dirigida al Presidente
Díaz, el general Bernardo Reyes habló así de la apariencia del joven Madero:
“…entre todos los de su familia, es el único a quien la naturaleza no protegió
con dones, pues es raquítico y notablemente feo, lo cual lo inclina a sentir
cierto despecho, explicable en esa clase de personas, y que las predispone a
disgustarse fácilmente.”
De no haberse metido en la política, quizá Panchito
sería recordado como un empresario audaz pero un poco excéntrico que se había
aficionado a tal grado al espiritismo que practicaba la meditación, se había
hecho vegetariano y se mantenía en abstinencia sexual para poder afinar sus
habilidades como médium de escritura automática.
A diario, en la oscuridad y el silencio de la
madrugada de su hacienda Memphis, Francisco recibía los mensajes de sus
espíritus guías –como el de Benito Juárez– que lo instaban a cambiar la
situación política. Se dice que ayudado por estos espíritus, Madero escribió un
libro que acabaría cambiando la historia de un país en su mayoría analfabeta: La Sucesión Presidencial en 1910.
Comedia de errores
Así
como Porfirio Díaz se equivocó con Madero, Madero se equivocó con Victoriano
Huerta.
El 16 de abril de 1910, un día después de convertirse
en el candidato a la presidencia de la república por el Partido
Antirreeleccionista, Panchito Madero se entrevistó con don Porfirio en el
Castillo de Chapultepec. Ambos se midieron con evidente desconfianza. Díaz
comentó con sorna a sus ujieres que ya tenía dos rivales: el loco de Nicolás
Zúñiga y Miranda que se presentaba como candidato a todas las elecciones, y el
nuevo loco de los Madero. Panchito juzgó a su vez al viejo dictador como un
ranchero ignorante y ladino.
En un mensaje, los espíritus guías le habían
aconsejado a Madero cómo combatir a Díaz: “Usted tiene que combatir a un hombre
astuto, falso, hipócrita; por eso debe presentar contra la astucia: lealtad,
contra la falsedad: sinceridad y contra la hipocresía: franqueza”. Con esas
cualidades morales se presentó en su campaña a la presidencia y luego como jefe
de los insurrectos que se adhirieron al Plan de San Luis Potosí, en donde se
les convocaba “el domingo 20 del entrante noviembre para que de las seis de la
tarde en adelante, en todas las poblaciones de la República se levanten en
armas”.
La Revolución que levantó “el loco” de los Madero
tumbó a Díaz en seis meses, de noviembre de 1910 a mayo de 1911. Sin embargo,
el gobierno de la Revolución duró menos de tres años porque el presidente
Madero nunca supo manejar los hilos del poder que aquel anciano ladino había
tejido en más de tres décadas.
En 9 de febrero de 1913, militares del antiguo
régimen, con Bernardo Reyes y Félix Díaz a la cabeza, estallaron una
sublevación que al fracasar en su intento de apoderarse de Palacio Nacional,
tuvieron que atrincherarse en la fortaleza de La Ciudadela. Madero salió del
Palacio de Chapultepec, escoltado por los cadetes del Colegio Militar y
enarbolando una bandera marchó por Reforma y Juárez, y cuando los balazos
hirieron a miembros de su escolta, se detuvo en el estudio fotográfico
Daguerre, a la altura de San Juan de Letrán. En medio de la confusión, nombró
comandante militar contra los sublevados a quien, a la postre, iba a resultar
su peor enemigo: Victoriano Huerta. Si bien los espíritus guías le habían dicho
cómo combatir al viejo dictador, nunca le aclararon a Panchito que la
ingenuidad era el peor defecto que se podía tener ante la traición.
Cuando el camino estuvo nuevamente libre, Madero y su
escolta tomaron por San Francisco-Profesa-Plateros para llegar al Zócalo. Este
recorrido histórico fue el que motivó a los revolucionarios a cambiar el nombre
de la calle. En la semana y media, conocida como La Decena Trágica, en que
Madero estuvo despachando en Palacio Nacional, se fue revelando claramente el
rostro del traidor Huerta, quien ya había entrado en negociaciones con los
rebeldes de la Ciudadela, apoyados por el embajador de los Estados Unidos,
Henry Lane Wilson.
La madrugada del 18 de febrero, esta situación estuvo
a punto de resolverse. En una jugada maestra, Gustavo Madero, hermano del
presidente, y Jesús Urueta, diputado maderista, fingiendo un encuentro amistoso
con Huerta, lo emborracharon con cognac,
y ya pasada la media noche sacaron las pistolas y lo desarmaron, acusándolo de
“manejos turbios”. Aunque el general alegó inocencia, fue conducido hasta el
despacho presidencial donde Gustavo lo denunció por haberse reunido un día
antes con Félix Díaz en casa de Enrique Cepeda. Panchito Madero, magnánimo como
era, escuchó atentamente las razones del militar.
Huerta dijo que efectivamente había estado en casa de su
compadre Cepeda, pero por un asunto de faldas. Luego enumeró sus éxitos en las
campañas del norte contra Pascual Orozco y dijo que no quería precipitar la
toma de La Ciudadela para no orillar a una masacre, y por último, como gran
golpe dramático, se comprometió ante el presidente:
–Le juro por mi honor que mañana mismo atacaré la
Ciudadela a las tres de la tarde, y para las cinco yo le ofrezco que estarán
colgados los generales Díaz y Mondragón y los que les siguen.
–Me parece que veinticuatro horas son suficientes para
que pueda reafirmar con hechos su lealtad –le respondió Madero muy convencido,
y luego mandó a que se le devolviera su arma y se le dejara en libertad.
Antes de que se
cumpliera el plazo, el general Aureliano Blanquet siguiendo las órdenes de
Huerta, tomó preso al presidente, mientras su hermano Gustavo era conducido a
La Ciudadela en donde fue linchado por la soldadesca. Huerta demostró que no
solamente era un hombre astuto sino un magnífico histrión.
Lo demás es historia conocida. Francisco I. Madero y
José María Pino Suárez son sacrificados a espaldas de Lecumberri. Victoriano
Huerta permanece en el poder poco menos de año y medio hasta que el nuevo
embate de la revolución lo tumba al ritmo de La Cucaracha, melodía de enorme
popularidad que tan bien lo retrató como un presidente de frac, mariguano y
alcohólico.
La cucaracha, la cucaracha
ya no puede caminar,
porque no tiene, porque le falta
mariguana que fumar.
Una cosa me da risa
Pancho Villa sin camisa,
Obregón sin pantalones
y Carranza sin calzones.
La placa perpetua
A
las 10 de la mañana del martes 8 de diciembre de 1914, el general Villa se
detiene al pie de una escalera móvil que se encuentra junto a una de las
columnas de la tienda La Esmeralda, en Plateros e Isabel la Católica. Va con
traje de civil: un pantalón de vestir y suéter de lana gruesa de color verde
olivo, pero el mismo salacot con que se ha retratado en los campos de batalla,
además de la inseparable “Chata”, una “mitigüeson”
calibre 44 con cañón de cuatro pulgadas, que cuelga de su cintura, lista para
dar consejos o aplicar sentencias. Villa sube los peldaños lentamente.
Es la segunda vez, en menos de tres
semanas, que se coloca el mismo nombre en una placa de esta calle. El
carrancista Heriberto Jara lo hizo apenas el 20 de noviembre anterior, pero
cuatro días después la descolgaron los soldados zapatistas que entraron a la
ciudad. En esta ocasión el general Villa tal vez les imponga más respeto a sus
aliados del sur.
Una banda toca el himno nacional con
una solemnidad de escuela primaria pueblerina. Los militares que lo acompañan
se cuadran y saludan como si hubieran ensayado su coreografía. Los civiles se
quitan el sombrero y guardan un respetuoso silencio. Pancho Villa, El Centauro
del Norte, descubre la manta que oculta una placa con el nombre del otro Pancho
inolvidable. La gente aplaude y la banda se arranca con una diana mientras las
campanas de la Profesa repican jubilosas. Y para que no quede duda de la clara
intención de perpetuar el nombre del “Presidente Mártir”, debajo de la placa se
coloca un pequeño letrero que advierte que quien se atreva a retirarla “será
fusilado inmediatamente”.
Qué interesante y ameno tu relato querido primo.
ResponderEliminarMuy bueno mi buen Borja interesante relato.
ResponderEliminarUna crónica maravillosa, mi querido Borja. Entrañables los dos Panchos. Por cierto, hay un video en el que, después de colocar la placa, le piden a Villa unas palabras de homenaje para su tocayo Madero. El general empieza a hablar y no termina pues se interrumpe por el llanto. Incluso en el video se puede ver a Villa sonándose los mocos previo enjugamiento de las abundantes lágrimas. Villa, tú lo sabes, admiraba rendidamente y también amaba a Panchito Madero.
ResponderEliminarOtro detallazo: en la segunda foto que pones, querido compadre, donde Madero abraza a un caballero de nariz aguileña y bigotes de bigotes de manubrio muy propios de la época, ese es el general Rafael Cepeda, íntimo de Madero, impulsor del Partido Antirreleccionista y precursor de la Revolución, luego gobernador del Estado de México, de San Luis Potosí y de Nuevo León por breves lapsos en los tres casos. Ese general Cepeda es tío abuelo de Aracely Velázquez y tío bisabuelo de mis hijos Zoe y David.