1978.
Adrián Román.
Eterno Femenino Ediciones.
Es
muy difícil hablar de la poesía. De por sí es difícil leerla. A mí me ocurre
que año tras año recibo de regalo decenas de libros de poemas que no entiendo.
Que apenas hojeados, en sus primeros versos descubro que tampoco me gustan. Tal
vez soy como esas señoras cuya sensibilidad estética se reduce a un calendario
con La última cena en la mesa
familiar o a los muñequitos de porcelana diseminados por la sala. Mi
instrucción poética se redujo a los poemas que mi papá me leía cuando llegaba a
la casa en plenitud del éxtasis etílico o a las melodramáticas declamaciones de
mis tíos, que en las fiestas contaban de un payaso que lloraba a carcajadas, y
en su interpretación acababan rodando por el suelo, para asombro de chiquillos
y conmoción de las madrecitas ahí presentes.
Comprendo que la poesía es un misterio, pero de tanta pretensiosa
“profundidad” y con tantos recursos alegóricos a veces resulta un tedio
incomprensible. Quizá éste sea el motivo de que actualmente no sea un género
popular, salvo en contadas excepciones. El problema es que mientras menos
poesía se lee en México aparecen más y más poetas y, por consiguiente, más y
más poemarios. Como dice Gustavo García parafraseando el himno nacional “pienso
patria querida que el cieeelo/ un poeta en cada hijo te diooo/ ¡uuun poeeeta en
que cada hijo te dio!”.
Poetas que abarrotan los encuentros de escritores y
que en auditorios desiertos se leen entre sí o leen para sí mismos, y viven de
criticar a sus colegas y de cultivar el solipsismo absoluto en sus textos. ¿Por
qué van a querer que el lector los comprenda si su problema es comprenderse
ellos mismos?
Este alejamiento del gusto popular tiene su origen en
el siglo XIX. Entonces los poetas eran personajes admirados y sus obras eran
leídas y memorizadas por la gente. Ser poeta significaba una distinción y un
privilegio. Los bardos se dedicaban a buscar “la verdad en la belleza”, a decir
de Gabriel Trujillo Muñoz, y pergeñaban una serie de versos que se oían muy
bien y también distinguían a quienes, con mediana instrucción, podían
disfrutarlos o repetirlos en las reuniones. Los modernistas nos legaron poemas llenos
de paisajes exóticos y nobles sentimientos, que aún se escuchan en las tertulias
de la clase media. Su estilo, sus temas y sus recursos inclusive fueron
copiados por vates y compositores de otras generaciones, como Guillermo Aguirre
y Fierro o Agustín Lara, que siguieron haciendo las delicias de las dulces abuelitas.
El problema empezó con los poetas malditos, esos
Rimbauds o Baudelaires que hablando de las cuestiones más sórdidas y con los
recursos más provocativos empezaron a buscar “la belleza en la verdad” y, como
todos sabemos, la verdad suele ser espantosa. Y luego con las vanguardias que
intensificaron esa estética del espanto para acabar engendrando ese tipo de
poetas que en el reciclaje de la basura emocional y las palabras transgresoras
terminan siendo más “malitos” que malditos.
La poesía se dividió en dos grandes ramas y de cada
una de ellas fueron retoñando toda suerte de híbridos. La cuestión es que a
partir de entonces, entender el género y clasificar a sus autores se volvió un soberano
desmadre.
Jaime Sabines intentó aclarar este asunto en los
setenta del siglo pasado. En un prosema escribió que había dos clases de
poetas: “aquellos sutiles y profundos, que adivinan la esencia de las cosas
(…), y “aquellos que se tropiezan con una piedra y dicen ̔pinche piedra̕.” Así quiero entenderlos hoy. Creo que existen poetas
exquisitos y vacíos aunque llenos de recursos, girándulas del lenguaje,
voluptuosidad de vocablos que se entregan sin pasión; en cambio hay otros que a
golpe de palabras van abriendo una grieta en la carne hasta que topan con
hueso.
Yo no sé si esta clase de poetas puedan ser populares.
Lo que me consta es que son los que cantan la auténtica canción de la derrota, los
que conocen el significado del dolor y su belleza, los que acompañan aquella
briaga contumaz que se refugia en el último rincón de la cantina. A esa
estirpe, sin duda, pertenece Adrián Román y lo demuestra, por segunda ocasión,
en su poemario 1978. De este libro
puede decirse que contiene las tres cualidades que según Alfred Polgar,
legitiman a un escritor: “pasión, espíritu y coraje”.
1978 es el itinerario de un apetito voraz incluso por los
frutos amargos que nos concede la experiencia. Es el aliento que aun
proviniendo del desengaño, fortifica al cuerpo para proseguir en su absurda
carrera hacia la muerte. La decisión y el esfuerzo que, ante tanta chingadera,
a veces se convierte en ira o se dulcifica en el recuerdo de los amores perdidos.
1978 es la segunda apuesta de Adrián
Román en una carrera dominada por galgos de oropel que desconocen los abruptos
senderos del fracaso o las simas de la soledad en donde habitan las verdades
más esenciales.
Por mi parte, no me queda más que saludar la
publicación de este libro, que aun antes de entrar a la imprenta yo disfruté y
sufrí en cada verso. Entiendo su intención y considero a su autor, Adrián
Román, más que un poeta coronado con los falaces laureles de la crítica, como
un brioso corredor del hondo abismo, aquel que invita a sus lectores a recorrer la
pista de los infortunios, la ruta de las emociones más negativas, que los
libros de superación personal siempre evitan, pero de la cual se regresa con ojos muy luminosos y corazón de pájaro.
¡Salud por eso!
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