Molino de Letras. México, 2010.
Existe una idea generalizada acerca de que los autores escriben libros como si cultivaran un fruto. Una manzana de oro que va a proveer el alimento de la sabiduría a los lectores que la consumen. Por eso los escritores, por muy malditos que sean, gozan de cierto respeto y como en la película de Pinocho, hasta los zorros y chacalones los reconocen como “literatos”, especie por demás exótica pero “interesante”. La cultura siempre genera un extraño prestigio que no se corresponde con su popularidad. Es importante pero muy aburrida.
Tal vez esta percepción dificulte el entendimiento del trabajo del escritor de ficción. Si bien se aprecian sus esfuerzos, se mencionan sus obras en las aulas y se les tributan homenajes cuando mueren, e incluso en algunas ocasiones hasta se les paga su trabajo con dinero, son contadas las personas que los entienden. La mayoría se pregunta para qué sirve devanarse los sesos imaginando situaciones absurdas, aplanarse el trasero escribiéndolas y acabarse la vista corregiéndolas; y luego, el colmo, publicándolas. Como si la vida cotidiana, la que se escribe con minúsculas, tuviera un significado más allá del chisme aleccionador.
Se comprende la trascendencia social de alguien que escriba ciencias o historia, libros de superación que sirven para alcanzar el éxito en las ventas, ganar muchos amigos o encontrar la paz interior en la oficina, pero que alguien escriba las historias del vecino o de la familia nada más porque sí, parece un asunto más de morbo que de arte. ¿Si no se va a obtener una buena compensación económica ni espacio en los noticieros de la noche, entonces para qué escribir?
Podría responderse que para perpetuar el nombre del autor a través de los siglos y las generaciones, pero esa es una mentira tan flagrante que basta recorrer una librería de viejo para encontrar legiones de libros que con el paso del tiempo, en vez de lectores, sólo han venido acumulando polvo y telarañas. ¿Entonces si no se escribe para la gloria ni los reflectores, ni siquiera para algún desocupado lector como pedía Cervantes, entonces para qué hacer este esfuerzo tan prolijo y tan ingrato?
Pues posiblemente, como dice Edward Gibbon al afirmar: “mi trabajo es mi estímulo y mi recompensa”, se escriba nada más y nada menos que para uno mismo, para realizar un viaje hacia las húmedas profundidades del corazón en donde pueden encontrarse las vetas de los temas que van a trabajarse; para sentir entre sus pulsaciones el mismo ritmo del parto, del orgasmo, la respiración o la agonía de los personajes; para aprender o renovarse, para cambiar o confirmarse como persona en la experiencia de los demás y en la sabiduría de las palabras.
Esto lo sabe y lo demuestra cuento tras cuento Diana Violeta Solares en su libro Ni una gota más. En un género que requiere la precisión de un cirujano y el pulso de un relojero, la autora avanza con solvencia en la construcción de sus historias. No sigue una fórmula preconcebida sino que encuentra los procedimientos y recursos (la prolepsis, la elipsis, el anticlímax, etc.) que requiere la factura de cada situación, de cada personaje. En trazos tenues que configuran un realismo en ocasiones brutal, va contando la génesis de una emoción. Sus cuentos no son mecanismos fríos que desembocan en una sorpresa, sino gradaciones emocionales que se convierten en un sentimiento total. Son emoción e idea, tal como exigirían los cánones del viejo maestro Tolstoi.
Aunque sus escenarios son los de la vida comunitaria: la casa, la iglesia, el panteón, el mercado, las calles; su visión no se agota en un costumbrismo ramplón sino que alcanzan la universalidad del personaje; es decir, no valen tanto por lo singular de su trama y las costumbres de sus personajes sino por las posibilidades de que cada lector pueda encontrarse en ellos como en un espejo. Con esta prosa el habitante de un barrio de Xochimilco es el habitante de cualquier barrio del mundo. Su mirada revela la deslumbrante belleza y la crueldad de la vida aparentemente anodina. No da sermones, no editorializa: describe, sugiere, comprende y hace comprender las pequeñas tragedias, las pasiones más humanas, la tristeza y la ternura.
Su habilidad narrativa puede esbozar en unas cuantas líneas la dimensión de una tragedia personal:
“Años atrás, en esa misma esquina, ella esperó a su marido varias madrugadas, ahí mismo había tenido que levantarlo para llevárselo arrastrándolo a su casa, y alguna ocasión, en esa misma esquina recibió golpes cuando él no estaba lo suficientemente borracho para dejarse arrastrar. Como hubiera sido, ella nunca dejó de estar ahí, con él y con sus hijos”. Del cuento “Hasta caerse”.
La autora también sabe llegar a los puntos de tensión y después concluirlos de manera irónica:
“Mientras buscaba la vieja cacerola, escuchó los chillidos del animal y los silbidos de sus hermanos llamándola.
Con la cara pálida llegó al patio donde se hacían las matanzas. El hermano menor tronó los dedos.
-Ya lo sabes, ni una gota en el suelo.
A pesar de las patas y el pescuezo amarrados, de la fuerza de los dos muchachos tratando de contenerlo, el cerdo moribundo luchaba. La niña buscó el mejor ángulo para acercarse al animal, puso la cacerola a la altura del corazón y la sostuvo con fuerza. Un chorro de sangre llenó una y otra vez la cacerola hasta el borde. Las lágrimas se agolparon en los ojos de Angelina, pero logró contenerlas.
Mezclaron la sangre coagulada con rabos de cebolla, orégano y sal; con un embudo rellenaron cada una de las tripas y las pusieron a cocer en agua hirviendo”. Del cuento “Ni una gota”.
O es capaz de descubrir las ambivalencias del ánimo femenino a través de la sensualidad de los elementos:
“No era la primera vez que la miraba con insistencia, cada vez lo hacía de manera más directa y provocadora, incluso a veces delante de su mujer. A Rocío le afectaba tanto, que luego tenía que beber agua de chía, morder una jícama o chupar una paleta de tamarindo para que se le bajara el calor del cuerpo. Era un calor que le gustaba pero que al mismo tiempo dolía”. Del cuento “Por un hombre casado”.
Además de responder satisfactoriamente a las exigencias del género, los 26 cuentos de Ni una gota más, son también un muestrario de las situaciones en que mujeres y hombres comunes se alzan sobre las mezquindades que los agobian, gracias a su inquebrantable y a veces absurda voluntad de vivir.
Dice Christopher Marlowe que al buen poeta se le paga con vino. ¿Cómo se le paga entonces al buen cuentista? ¿Cómo devolverle a Diana Violeta esas horas en que exprimió su corazón y su conocimiento para convertirlos en palabras, en fruto? Tal vez y solamente volviéndonos los lectores curiosos, atentos, sensibles que, como buenos amigos, sepan compartir con ella el agridulce sabor de esta manzana que hoy viene a regalarnos.
Genial.
ResponderEliminarSaludos,
Gabriela Noyola.
Seguidora # 4 (si no mal recuerdo...).
Maestro Borja: El que sabe pulir las palabras, con cincel, martillo o a pinceladas.
ResponderEliminarHuy, qué brillante reseña, Hasta me hace dudar de que el libro esté a su altura. Pero lo voy a leer, Dianita y Jorge. ¡Felicidades!
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