El cuento ha sido un género puntal desde mi infancia. Entre mis lecturas más entrañables guardo narraciones de los Hermanos Grimm o Hans Christian Andersen en voz de mi madre, que me los leía antes de dormir. También es el caso de Las mil y una noches, historias como la de “Simbad el marino” o “Alí Babá y los 40 ladrones”, que después reconocí y disfruté en caricaturas o películas. El cuento tradicional, junto con las fábulas y las parábolas del Nuevo Testamento -que también son una especie de cuentos-, fueron parte de mi formación literaria desde el jardín de niños hasta la secundaria.
Siempre entendí y atendí lo que es un cuento aún antes de saberlo definir. Se trataba de un texto breve, con pocos personajes y un conflicto, que generaba cierta expectativa que se resolvía al final: “Y colorín colorado, este cuento se ha acabado”. Un texto que transmitía valores o enseñanzas morales, un compendio de prodigios que estimulaba mi imaginación y me invitaba a socializar y a asumir los valores más humanos.
Mi confusión comenzó en la secundaria cuando leí a Edgar Allan Poe. Sus palabras enseñaban a sufrir. Sus ambientes tétricos y solitarios hablaban más de la desolación humana que de cualquier clase de redención. Aunque no los entendía, comencé a disfrutarlos con cierto morbo y a buscar situaciones semejantes en otros autores. Así llegué hasta Horacio Quiroga en la preparatoria. En esa época cayó en a mis manos un ejemplar de la revista de imaginación El cuento, que dirigía Edmundo Valadés, y en la que encontré ejemplos acabados de Juan Rulfo, Joao Guimaráes Rosa y Jorge Luis Borges.
Ya en la universidad y obsesionado con la idea de conocer qué era realmente el cuento, me encontré que Allan Poe, había reformulado las bases del género mencionando tres características imprescindibles: la búsqueda de efecto, el descubrimiento de la verdad y la unidad de impresión. Decía el genial norteamericano que “No debería haber una sola palabra en toda la composición cuya tendencia, directa o indirecta, no se aplicara al designio preestablecido”. Regla que Lanzelotti rubricaría afirmando que en un cuento todo debe ser pertinente y recurrente.
Así me inicié en la práctica de un género endemoniadamente difícil, donde la tensión debe generar una urdimbre que no deje ningún cabo suelto. Siempre atendí el decálogo de Horacio Quiroga, especialmente en el décimo punto que debería estar escrito en mármol y que dice: “Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno.”
Para esa época entré en el taller literario que coordinaba Edmundo Valadés, un escritor que además de ser considerado el padre del cuento en México, conocía la teoría, pero sobre todo la práctica de un género que había venido creciendo y difundiéndose en el país, de la mano de su generación. Ahí nuestro Maestro nos enseñaba que en el cuento también vale el uso del lenguaje, la lógica del personaje, la verosimilitud y las entradas y salidas del texto que son las que enganchan y dan la última impresión al lector. Don Edmundo nos leía ejemplos acabados como “El tío Facundo” de Isidoro Blastein, “La Tumba India” de José de la Colina o “La noche bocarriba”, de Julio Cortázar.
En 1987 don Edmundo me invitó a trabajar en la editorial García Valdés que publicaba El Cuento. Ahí me hice de una colección invaluable de su revista que lo mismo publicaba a las luminarias del momento que a autores desconocidos, especialmente en sus minificciones del concurso que mantenía abierto para sus lectores. En ese foro se publicaron los primeros cuentos de Agustín Ramos, Pterocles Arenarius y quien esto escribe.
Publicar en esa revista te hacía sentir como el Rey del Barrio. Pensar que te codeabas entre aquellos que presumían de que “aquí, el más chimuelo masca fierro; el más pelón se hace trenzas y el más pendejo… el más pendejo escribe cuentos.” Porque caray, un género tan escurridizo y proteico, no cualquiera lo domina.
Entonces conocí la teoría del iceberg de Hemingway, quien sostenía que un relato solo muestra una mínima parte de la historia y lo demás permanece oculto para darle mayor fuerza, e intenté armar mis textos con esta consigna pero siempre quedaban mostrencos e incomprensibles. Atendí lo que decía Cortázar acerca de que una novela ganaba por puntos y un cuento por nócaut, pero en el intercambio de palabras siempre salí derrotado.
Me atreví a mostrarle mis textos al Maestro Juan José Arreola, con quien hice televisión en el 87, y él con la amabilidad que lo caracterizaba, al segundo párrafo me corrigió el ritmo y me sugirió aprender francés y leer a Marcel Schwob antes de intentar de nuevo un texto.
Ya entrados los noventa leí la “Tesis sobre el cuento”, de Ricardo Piglia, que llega a la sorprendente conclusión de que los mejores textos siempre narran dos historias, la evidente que va desarrollando la anécdota y la subterránea que va creciendo a la par para intersectarse con la primera en el momento del clímax. Entonces me di cuenta con absoluta amargura que yo con trabajos podía contar apenas una historia. De manera que me aboqué a estudiar a Raymond Carver y a Charles Bukowski para saber hacia dónde soplaban los vientos literarios de entonces.
Lo único que saqué en claro entonces y ahora, es que:
· El cuento es un género que cambia constantemente, de acuerdo con las épocas, las escuelas literarias, la curiosidad y la audacia de los escritores y su hibridación con otros géneros como la crónica o el ensayo;
· A pesar de ser un orbe cerrado, donde la historia ya ocurrió cuando empieza la primera línea, puede acabar con finales abiertos;
· También puede presentar un solo personaje haciendo un ejercicio de especulación como en “Tachas” de Efrén Hernández o dos personajes que solamente esté haciendo conjeturas como en “El Guardagujas” de Juan José Arreola o una sola voz que narre “43 historias de amor” en un breve párrafo como hace Wolf Wondratschek;
· Es falso que este género sirva de ejercicio para acometer otros mayores como la novela o el teatro, cada uno presenta dificultades especiales que no se resuelven en otro género;
· Como dice Tito Monterroso, sólo perduran aquellos que hayan recogido algo esencial humano, una verdad del hombre de cualquier época. “Ninguna innovación, ninguna ingeniosidad narrativa, ningún experimento que no esté sustentado en la autenticidad de los conflictos de cada personaje, consigo mismo y con los demás, hará que determinados cuentos y sus autores se establezcan y perduren en la memoria literaria”.
Es por ello que más allá de las fluctuantes teorías literarias, libros como Nadie en casa, de Alonso Marín Ramírez, reafirman el vigor del género y su capacidad camaleónica para dar en el blanco del corazón y la memoria del lector usando distintas armas.
En 13 narraciones que comienzan, como recomendaba Aristóteles, cuando los personajes están a un paso del abismo o de plano ya hundidos en él, Alonso Marín va haciendo una vivisección de las absurdas razones o de las más obscuras emociones que les sirven de impulso.
Cuentos como “Nadie en casa”, que da título al volumen, “No creo que le moleste la lluvia” o “El príncipe del silencio”, son textos que denotan la construcción de una sólida estructura que soporta los conflictos auténticos, profundos de los personajes, como una grieta o una cicatriz que fuese creciendo en el silencio de una vida.
Con una economía de lenguaje y un manejo de la contención que recuerdan alternadamente a Raymond Carver y Carson Mc Cullers, Alonso Marín Ramírez va construyendo historias que lo mismo pueden desarrollarse en el Sur de los Estados Unidos que en la Península de Yucatán; con una malicia narrativa que debería corresponder a un autor más maduro, pero con un conocimiento de la naturaleza humana que solamente puede provenir de su profesión como siquiatra.
En fin, después de mi largo recuento como cuentista y del gozoso recorrido por este mundo de la ficción breve, me congratulo de que se publiquen libros como Nadie en casa, que en la única prueba de calidad que daba como auténtica mi maestro Edmundo Valadés, “se lee en una sentada y puede recordarse toda la vida”.
*Palabras de presentación de Nadie en casa, libro de cuentos de Alonso Marín Ramírez. Ciudad de México, 16 de marzo de 2023.
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