miércoles, 2 de enero de 2019

Noche de esqueletos y de alcohol*

Un poema es una representación quintaesenciada del mundo, de las emociones, los sentimientos y las sensaciones que pueden transmitirse por medio de la palabra. Antes de la invención de la escritura, los poemas al igual que las plegarias, se difundían oralmente a través de los cantos, las declamaciones y las gesticulaciones de sus autores, quienes eran los guardianes de la historia y la voz del espíritu de los pueblos.

Ocho siglos antes de Cristo, los aedos cantaron los hexámetros de la Iliada y la Odisea a lo largo de las islas griegas para crear una patria poblada de dioses y prodigios, que trascendería la oscuridad de los tiempos.

En el siglo XI, los goliardos, una orden de monjes vagabundos, bebedores y mendicantes, llevaron por los caminos rurales de la Europa Medieval poemas y canciones blasfemas y tabernarias, en las que celebraban a la divina Luna y satirizaban los poderes en la tierra.

Bardos y juglares extendieron las hazañas de los caballeros y la belleza de las doncellas, de pueblo en pueblo sosteniendo en su canto una rosa para que se supiera “que la vida no será siempre triste”, como dijo el gran Neruda.

La tradición de la poesía como canto o representación dramática alcanzó la mitad del siglo XIX, hasta que en los albores del capitalismo, a los artistas en general y a los poetas en particular, se les empezó a considerar moradores del Olimpo de la cultura. Con Stéphane Mallarmé a la cabeza, la poesía inició un viaje a los altos castillos de marfil donde sólo pueden acceder los académicos y los aristócratas del espíritu.




Ya en pleno siglo XX fue notoria la escisión entre el gusto popular y la poesía de avanzada. Aunque hubo excepciones notables en México, como Amado Nervo y Jaime Sabines, los florilegios de las vanguardias nunca tuvieron públicos entusiastas ni fueron comprendidos o disfrutados por las masas. De modo que los cantantes de bolero, balada, rock y finalmente rap llegaron a ocupar el sitio que antes tenían los poetas como portadores del sentimiento de los pueblos.

En este regreso a los orígenes, vale la pena destacar la aventura de Gran Dao, quien intenta una suerte de amalgama entre las expresiones de la vanguardia poética con el rap. En este su cuarto libro, Dao retoma algunos de los recursos que ha intentado en los tres anteriores (Ruidos del alma, La fiesta del infierno y Dark dealer), experimentando con el verso libre y el verso blanco para lograr una poesía conversada que acompaña con música. Sin embargo, en la parte final de Culto a Savannah, predominan los versos cortos de ritmo muy acentuado, muy próximos, si no es que totalmente rap.

Con su vocación de alquimista de estupefacientes, de almacenista de emociones execrables, de rapero sonámbulo, Dao consigue una especie de declaración de principios en sus versos:

  Si provoco disturbios en la ciudad
es este afán desproporcionado por verte
y ser la sangre
que prenda fuego a tu alma
desde que comencé a quererte.
O también intenta capturar en palabras llanas el ritmo de una época turbulenta, signada por el regodeo en la desolación y el desastre: Hoy en tu dulce honor seré catrín
de aguardiente será la noche
y me pondré mi corona de esplín
me dirán el rey del descorche,

Este renovado aedo, insepulto vicario de un tal Miguel González, escribe con “violenta poesía de furias y de horror”, el epitafio de un baile de esqueletos y de alcohol, que empieza a sumergirse entre las brumas de una larga noche.


Prólogo de Culto a Savannah. Poemario de Gran Dao. Taller de Creación Literaria. México, 20178.

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