viernes, 28 de diciembre de 2018

Escribir poesía*

La tarde del miércoles 3 de octubre de 1849, un hombre de 40 años, de complexión delgada, cabello revuelto, tez cerúlea y demacrada, vestido con un sombrero de paja, camisa sucia de talla mayor a la suya y zapatos agujerados, se encuentra delirando bajo la lluvia, frente al Salón del Artillero, en Baltimore, Maryland, en donde ha bebido hasta llegar a una “intoxicación bestial”, de acuerdo con la opinión del doctor Joseph E. Snodgrass.

Aquel caballero de ojos vacíos y sin brillo, es conducido de inmediato al hospital de la Universidad de Washington, donde permanece cuatro días alternando estados de lucidez con alucinaciones en las que habla de su esposa muerta dos años antes. Finalmente, el domingo 7 de octubre de 1849, a las cinco de la mañana, ese hombre, llamado Edgar, muere pronunciando estas palabras: “Señor, ayuda a mi pobre alma”. Con el tiempo Edgar Allan Poe será reconocido como creador de una estética en la poesía, además de iniciador del género gótico, del cuento policíaco y de la novela de aventuras en la narrativa. Esa mañana se perdió un poeta pero ganó la literatura.

El sábado 30 de noviembre de 1935, en el Hospital de São Luís dos Franceses de Lisboa, un hombre tímido de 47 años, fallece a causa de un “bloqueo intestinal”, consecuencia de una cirrosis hepática conseguida a fuerza de ingerir durante décadas toda clase de licores y cervezas, pero en especial el aguardiente Águila Real, licor fuerte pero que le ayuda a conectar con su espíritu atribulado. Es traductor independiente de correspondencia comercial y suele beber en grandes cantidades sin que se le note, y también, sin que se note, escribe todas las noches. 


En sus Fragmentos para una poética afirma: “Si un hombre escribe bien sólo cuando está borracho, le diré: emborráchate. Y si me dice que su hígado sufre con ello, le responderé: ¿qué es tu hígado? Es una cosa muerta que vive mientras tú vives, y los poemas que escribes viven sin plazo.” 

En los últimos momentos, el hombre pide que le den sus lentes y que llamen a Alberto Caeiro, Álvaro de Campos o, si no los encuentran, llamen por lo menos a Ricardo Reis. Las enfermeras se miran perplejas, no saben que don Fernando se refiere a tres de sus 72 heterónimos, es decir a los autores imaginarios en que multiplicó las personalidades de su poesía. A pesar de su vasta producción lírica, Fernando Pessoa sólo publicó tres obras en vida. Desafortunadamente, ese invierno vio la pérdida de otro poeta, pero también ganó la literatura.

El jueves 5 de noviembre de 1953, dos escritores acodados en la barra de la taberna White Horse de Nueva York, se enfrentan a duelo bebiendo whisky. De Vries, el norteamericano ofendido, quiere avergonzar públicamente a Thomas, el poeta gales que sedujo a su esposa, entonces intercambian brindis como si cruzaran espadas. Se cuenta que de pronto Thomas dice con voz pastosa: "He tomado 18 vasos de whisky... Creo que esto es un record", para acto seguido desplomarse cuan largo es. Lo llevan al hotel Chelsea, donde duerme una breve mona de la que despierta con síntomas de asfixia. Acude un doctor a inyectarle la dosis de morfina que ha de provocarle una hemorragia cerebral. Después de cuatro días, Dylan Thomas fallece el lunes 9 de noviembre. Así se extingue la violenta flama de "el último maldito", pero la literatura gana otro gran poeta.


De aquí se puede extraer una lección: la literatura siempre gana cuando muere un escritor, por eso dice Vicente Aleixandre que la única victoria posible del poeta es la muerte. Por más poetas que mueran, la literatura sigue incólume, sin duda es una perra que no acepta derrotas.

La literatura nunca pierde porque cuando muere un bardo con talento, desaparece el hombre débil, fatuo, defectuoso y proclive a los vicios que fue mientras vivía, y sólo quedan sus letras luminosas para la posteridad. Si se trata de un poeta malito (que no maldito, porque ya nada escandaliza), la muerte ayuda a la selección natural de la poesía y evita que un autor mediocre siga produciendo.

Condena terrible la de los poetas: realmente triunfan cuando mueren y su obra se corona con la lectura de las generaciones futuras. ¿Pero en cambio qué ocurre cuando están vivos? ¿Y si no son talentosos? ¿Si sus versos no conmueven? ¿Si sus libros acaban intonsos en el remate de las librerías de viejo? ¿Entonces para qué sirvió una vida dedicada a las letras?

Ser poeta es un estigma. Recuerdo que el Maestro Edmundo Valadés comentaba que en la primaria ganó un premio con un poema al árbol. Cuando su tío lo supo, exclamó indignado: “¡No queremos otro poeta en la familia!” porque tenían la referencia del padre de don Edmundo que fue periodista, poeta y bohemio, y dejó a su hijo encargado con los tíos mientras se iba en busca de la inspiración y de las musas, y en cambio se encontró con el alcohol y con las putas.

 
Realmente muy pocos poetas ganan el dinero suficiente para volcarse solamente en su arte, pues ni siquiera los autores más conocidos viven de las regalías de sus libros. Eso ha provocado que algunos vates actuales, cuyos nombres no voy a mencionar, acaben intercambiando sus libros por zapatos o por un par de tragos en bares de mala muerte.

La poesía no se vende o se vende muy poco. Hace algunos años en la colonia Roma, Rafael Ríos abrió una librería sólo de poesía llamada La Palabreta que ante la falta de compradores acabó subsistiendo de la venta de café y Coca-Cola. Como dijo Gabriel Zaid: “Si la poesía no da para comer es porque no interesa. No es que sea deseable, pero que, desgraciadamente, esté bloqueada por dificultades económicas. Es al revés: las dificultades económicas aparecen como expresión del rechazo social, como la forma simple y efectiva de no permitir que el talento se desperdicie en cosas indeseables”.

Si escribir poesía no sirve para ganar dinero, ni para volverse famoso, ni siquiera para trascender esta efímera y anodina existencia a través de las letras, ¿entonces para qué sirve?

Buena pregunta. Aquí van algunas actitudes a modo de respuesta, que asumen los necios que se aferran a escribir poesía cuando existen toda una gama de actividades menos ingratas.

Se escribe poesía como catarsis, para permitirse sentir y hacer sentir. Para expresar verdades ásperas y pesadas como piedra. Si los bardos del siglo XVIII buscaban la verdad en la belleza, ahora se busca la belleza en la verdad aunque esta suela ser monstruosa. Por lo tanto se escribe poesía para encontrar el monstruo que nos habita. Para exorcisar esas emociones y sentimientos que, en ocasiones, ni siquiera conocíamos antes de nombrarlas. Para mentarle la madre, al mundo, a la vida, a la muerte, a dios, a uno mismo y a su propia madre.

Se escribe poesía para aproximarse y fundirse con el otro, el “yo es otro” (Je est un autre) de Arthur Rimbaud. A veces para ligar, para hacer llorar, para hacer sentir, para coger, para provocar en los demás lo que no queremos sentir nosotros mismos. Para ponernos en los zapatos ajenos y descubrir que todos cojeamos del mismo pie.

 
Se escribe poesía como subversión del lenguaje, como pleito contra la academia y el mercado editorial, como una rebelión contra el sistema.

Como subversión del lenguaje porque precisamente el discurso poético, construido con música y metáforas, y que expresa simples emociones, sensaciones y sentimientos, va en contra de los siglos de racionalismo y lógica con que se ha construido la modernidad; porque resulta la antítesis de la filosofía e incluso el perfecto disolvente de los altos valores morales de la religión.

Como una batalla contra los cenáculos académicos que se sienten todopoderosos para determinar el valor de los poemas y acaban estableciendo un canon de conveniencias y artificios que niega que la verdadera literatura sea un grito que proviene del corazón. Entonces, como dice Ernesto Sabato, los bárbaros se levantan en su ayuda, los de la periferia, los autóctonos, “tipos que entran a caballo con sus lanzas ensangrentadas, en los salones donde marqueses empolvados bailan el minué.”

Como un pleito contra el mercado editorial porque a las necesidades del espíritu responde con libros de dietas y autoayuda, que ofrece un caldito de palabras higiénicas y erotismo descafeinado cuando lo que queremos es un tequila para el alma o el chicharrón con pelos de la cópula.

Como una rebelión contra el sistema porque a su estructura piramidal y jerarquizada de premios nacionales, revistas exclusivas y conferencias pagadas se opone una red en la que cualquiera puede correr el riego de ser poeta y subir sus propias creaciones al ciberespacio, de los talleres que con enjundia, como este Taller de Creación Literaria, constituyen el sistema circulatorio de la sangre nueva de la poesía formando grupos de escritores que el Estado nunca va a formar porque a los políticos no les interesa la cultura ni el arte.

Y por último, se escribe poesía porque nuestro corazón solo ama el riesgo, como dijo Baudelaire; o por el puro placer de llevar la contra y estar siempre chingando, como bien lo sabe Israel R. Miranda y su jauría.

Por eso a estos poetas aferrados y cabrones del Taller de Creación Literaria En el borde: líneas y versos para incitar al vuelo, no queda más que desearles muchos años más de lucha y de emociones, de sorpresas y desencanto, muchos años más de POESÍA.

Felicidades.


*Palabras pronunciadas el 17 de febrero de 2018 en el VI Aniversario del Taller de Creación Literaria En el Borde: líneas y versos para incitar al vuelo.

*La primera y la última foto de este artículo son de la autoría del Maestro Pepe Lira.

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