
2. El demonio interior
Me llamo Nicho y soy alcohólico.
Soy hijo de Jesús y de Araceli. Nací justo cuando habían pasado los tiempos más felices de mi familia y empezaban los míos. Vine al mundo una noche en que llovió a cántaros y el estruendo de un rayo que cayó en el patio asustó tanto a mi madre que del fuerte brinco se le rompió la fuente. La “Muñeca”, perra consentida de la casa, se puso a aullar como condenada y de los nervios se comió un zapato. Mi abuela Licha siempre afirmó que tanto estropicio era señal de que yo, como todos sus hijos, los hermanos de mi padre, iba a salir buen bebedor pero, a diferencia de ellos, mal pagador. Eso explica cabalmente por qué hasta esta tercera década de vida haya venido a saldar mis deudas.
En las fotografías de mi primera infancia aparezco vestido de hábito por cumplir una manda de mi madre. Como Araceli ya había perdido el primer hijo, para el segundo embarazo encomendó a la Virgen de la Bala la niña que creía llevar en el vientre. Para su sorpresa, la comadrona me encontró la herramienta en medio de las piernas y tuvieron que cambiar el color de la ropa que me habían regalado y hasta el nombre del moisés. Me iba a llamar Tesalia pero acabé en Dionisio Cayo y mis padres y mi abuela me llamaron cariñosamente “Cayito”. Los nombres se los debo a mi padre, don Chucho, que era una gran admirador de los griegos y latinos, además de propietario y anfitrión de El Nuevo Olimpo.
De niño fui muy apartado y solo. Crecí sintiéndome distinto. Jugaba con amigos imaginarios en el fondo del jardín, en un baño de servicio. Me gustaba fantasear, cruzar puertas invisibles y túneles para llegar a mundos de colores brillantes, de cosas absurdas y puras. Ahí me sentí siempre tranquilo y protegido, lejos del movimiento constante de la casa, en una especie de cápsula del tiempo de la que salía cuando me llamaban a comer o a dormir.
De niño fui muy apartado y solo. Crecí sintiéndome distinto. Jugaba con amigos imaginarios en el fondo del jardín, en un baño de servicio. Me gustaba fantasear, cruzar puertas invisibles y túneles para llegar a mundos de colores brillantes, de cosas absurdas y puras. Ahí me sentí siempre tranquilo y protegido, lejos del movimiento constante de la casa, en una especie de cápsula del tiempo de la que salía cuando me llamaban a comer o a dormir.
Mi papá era exigente conmigo. Lo recuerdo apurado y serio, siempre tratando de corregirme. Don Chucho, el cantinero, era un hombre robusto y sanguíneo, alérgico a los juegos de azar y gran conocedor de bebidas y de hombres; capaz de atemperar o atizar todas las furias menos la suya. Sabía del genio solar y atrabiliario del tequila y lo recetaba generoso a los inseguros y taciturnos, la vivacidad de la cerveza a los pálidos y lerdos, el humor festivo del ron para los amargados y los tristes, la solidez del whisky para los lívidos y la capacidad evocativa del coñac para quienes sufrían de ausencia. En su Nuevo Olimpo los hombres se convertían en dioses y luego, a la hora de pagar, otra vez en pobres mortales cuando don Chucho también demostraba sus habilidades de prestidigitador con las sumas de la cuenta. Creo que su trato frecuente con individuos de estados alterados lo volvió muy estricto en casa, donde siempre se le veía con actitud severa, preocupado por mi educación y por transmitirme los valores y hábitos que aprendió en sus primeros años allá en Guadalajara.
En cambio Araceli era una mujer delgada y de facciones finas que había nacido en una familia acomodada y después venida a menos. De su infancia le quedaba la costumbre de comer con muchos cubiertos y practicar el piano en un teclado de cartoncillo que ella misma pintó a escondidas de su esposo, quien odiaba la música clásica. Araceli era como un pájaro de alturas condenado a la tierra. Alternaba los chispazos de alegría con fuertes depresiones en las que guardaba cama encerrada en su cuarto mientras mamá Licha se encargaba de atenderme. Me bañaba, me vestía, me daba de comer y, lo más importante, me acompañaba a rezar. Antes de acostarme repetía conmigo el “Ángel de mi Guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día...” para que yo, sin alcanzar las últimas palabras de la oración, fuera cayendo ligero en unos sueños vívidos y profundos, que luego en la mañana, cuando se los platicaba, ella interpretaba como visiones del paraíso que el Señor me había inspirado soplando suavecito en mis párpados.
En cambio Araceli era una mujer delgada y de facciones finas que había nacido en una familia acomodada y después venida a menos. De su infancia le quedaba la costumbre de comer con muchos cubiertos y practicar el piano en un teclado de cartoncillo que ella misma pintó a escondidas de su esposo, quien odiaba la música clásica. Araceli era como un pájaro de alturas condenado a la tierra. Alternaba los chispazos de alegría con fuertes depresiones en las que guardaba cama encerrada en su cuarto mientras mamá Licha se encargaba de atenderme. Me bañaba, me vestía, me daba de comer y, lo más importante, me acompañaba a rezar. Antes de acostarme repetía conmigo el “Ángel de mi Guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día...” para que yo, sin alcanzar las últimas palabras de la oración, fuera cayendo ligero en unos sueños vívidos y profundos, que luego en la mañana, cuando se los platicaba, ella interpretaba como visiones del paraíso que el Señor me había inspirado soplando suavecito en mis párpados.
Recuerdo que a don Chucho le molestaba sobremanera tener un hijo tan chillón. Por cualquier cosa se me salían las lágrimas y empezaba a sollozar. Porque me caía, porque me negaban un juguete, porque me peleaba con otros niños, porque mis papás se gritaban y entonces me venían furiosos accesos de llanto que apaciguaban sus ánimos belicosos. De modo que si querían tener un agarrón en forma, primero tenían que distraerme con dulces. Y si entraban al intercambio de bofetones, me daban bolsas de lona llenas de monedas de cobre, que entre hipos y lágrimas iba metiendo a mi alcancía. Así me inculcaron el buen hábito del ahorro. Luego, ya mayorcito, me aplicaron métodos más tradicionales: don Chucho se me iba a los manazos si me veía llorar. Con el argumento de “te voy a dar para que tengas motivo”, me fue enseñando cuál debía ser la actitud de un hombre.
En casa nunca faltó nada material y sobraba para juguetes, viajes y fiestas. Especialmente para estas últimas. A pesar de que en la intimidad no éramos una familia muy expresiva, los cumpleaños y los festejos patrios eran nuestros momentos estelares. La mesa de la sala, presidida por el retrato de bodas de mis padres, se llenaba de viandas e invitados. Mamá Licha se lucía con una comida colosal que incluía caldo de camarones, pavo ahumado, bacalao noruego, ternera en salsa con puré de manzana y ponche de frutas; don Chucho se prodigaba con las piñas coladas, blody meris, desarmadores y tomcolins como si fueran fuegos de artificio, y yo era el mejor ejemplo del anfitrión solícito y amable. Recitaba el poema “Al Padre” o pasaba charolas con botana.


Cuando se fue mamá Licha también perdí la costumbre de rezar porque no había nadie con quien hacerlo y porque para entonces aparecieron las primeras pesadillas: me soñaba masticando vidrio y despertaba sudoroso, con la mandíbula apretada y el acre sabor de la sangre entre los dientes. Luego, aunque intentara dormir, me la pasaba pensando, dando vueltas en la cama inmensa, tratando de empatar la imagen de esa señora de perfil risueño que sonreía desde una fotografía color sepia, con la de aquella mujer regordeta que con el tiempo fue perdiendo sus facciones para reducirse a la impresión de una manos ásperas y tibias que me acariciaban los cabellos y de una voz cascada que me arrullaba.
Con los años me fui acostumbrando a la soledad y se me fue quitando el miedo. De noche vagaba por los pasillos a oscuras y con el deseo de platicar con mi abuela pero los únicos rumores que escuchaba eran los de las reconciliaciones de Chucho y Araceli. Entonces pegaba el oído lujurioso a su puerta para no perder detalle de los “mi amor, qué delicia, muévete así” y más que llenaban de ecos mi cabeza. Esto me producía una erección dolorosa que mitigaba yendo al baño a masturbarme rápida y frenéticamente hasta descargarme pensando en las sirvientas o en mis compañeras de secundaria. Luego me entraban sentimientos de culpa por la sola idea de que se me había antojado “montar” a mi propia madre pero no podía evitarlo. Estos eran los primeros síntomas de una enfermedad que todavía estoy tratando de controlar.
Ya en plena adolescencia me volví taciturno. Si bien era amable con las personas, no tenía amigos y demostraba una terrible timidez con las mujeres. Me masturbaba de tres a cuatro veces por día pero era incapaz de cruzar más de dos palabras con una muchacha. Me sentía inferior por mi cara llena de granos y mi nariz ganchuda. Siempre tenía gesto de enojo y prefería fumar en el baño que entrar a clases. Por mis comentarios despectivos y por mi cuerpo torpe que se empeñaba en sobresalir de pantalones y camisas, en la escuela me consideraban un tipo duro aunque en el fondo todavía me gustara mirar caricaturas o jugar canicas con mis vecinos pequeños.

A pesar de que tenía mayor estatura y sabía defenderme con los puños, sentía una envidia tremenda por compañeros que tenían más facilidad de palabra y eran más audaces con las mujeres. Me creía una especie de discapacitado para cortejarlas. ¿Qué se les decía sin sonar como idiota? ¿A dónde podía invitarlas sin dinero? ¿Cómo convencerlas sin parecer un perro? Pensaba que las más jóvenes se interesaban por gente de mayor experiencia que yo, y que las señoras casi podían leer en mi cara que yo era un muchacho virgen y aburrido con quien no valía la pena perder el tiempo. Por aquel entonces conocí a Lucía. No la recuerdo como mi primer amor sino como el motivo de mi primera borrachera.
A los 14 años, la proximidad de cualquier mujer conseguía excitarme. Yo era una máquina de deseos que imaginaba situaciones, encuentros y posturas solamente con el roce de unos dedos. Incluso llegué a venirme con el sugerente “¿Vas a ir, Güero?” de las suripantas de la calle Libertad. Mi miembro respondía de inmediato y la sola idea de que ellas pudieran notarlo por encima del pantalón y de que a su juicio, pensaba yo, lo consideraran decepcionante para sus expectativas, me sonrojaba y me hacía dar media vuelta para refugiarme en el escusado más cercano a descargar todas mis ansias.

En cambio con Lucy me sentía con más confianza. Cuando nos encontrábamos en los corredores de la escuela me saludaba con un beso en la mejilla como si me conociera de años. Me parece que a muchos compañeros los saludaba igual pero entonces yo creía que conmigo adoptaba una actitud especial. ¿Sería porque le interesaba? ¿Ella sentía como yo? ¿Por qué sonreía al verme? Esto me dio alas para empezar a rondarla. De pronto y sin ningún motivo me la encontraba en la cafetería, en la biblioteca y en los lugares más inesperados. Supongo que ese inmenso deseo de estar junto a ella fue mi problema porque bastaba con imaginarlo para que casi de manera instantánea me la topara y ambos intentáramos iniciar una conversación que alguien siempre interrumpía.
Mi gran oportunidad se presentó en una excursión de fin de semana. Fueron menos compañeros de lo esperado pero fue Lucía, la de las piernas blancas y el cabello castaño, la única persona con quien podía comunicarme sin necesidad de hablar, mi alma gemela. Yo estaba impaciente acechando la oportunidad de expresarle a solas todo lo que sentía. Buscaba la manera de abordarla lejos de los impertinentes compañeros mientras mi corazón brincaba al ritmo descompasado de aquel camión escolar. En una de las paradas para estirar las piernas, no me aguanté las ganas y me fui a un angosto claro del bosque. La urgencia me obligó a bajarme los pantalones de inmediato para exonerar con mucho alivio. Ya en pleno obraje un sonido familiar me llamó la atención y volví la cara. A mis espaldas me encontré a Lucía, en cuclillas haciendo lo mismo que yo. Su rostro de ángel, contraído por el esfuerzo, contrastaba con la serenidad de sus pálidas nalgas en el pleno alumbramiento de una hez rizada y vaporosa, de dorados destellos. Nuestras miradas se cruzaron por un microsegundo. Ninguno de los dos se podía incorporar sin riesgo de ensuciarse. Disimulamos lo mejor posible a pesar de los estruendosos saludos que intercambiaban nuestros intestinos. Ese fue el momento que más cerca estuve de ella. No estoy seguro de quién se levantó primero pero sí de que jamás pudimos volver a hablarnos. A partir del incidente, Lucía se mostró molesta conmigo y yo pasé el resto de la excursión cabizbajo y meditabundo hasta que una noche, junto a una fogata, tres cervezas y una anforita tequilera que me bebí casi al hilo, despertaron al demonio que traía adentro.

Me dijeron en el Grupo de Adictos en Recuperación que me enfoque al daño que me hacía el alcohol, pero me es imposible desprender sus nocivos efectos del gozo que también me proporcionaba. Así en mis primeras borracheras como en las últimas recuerdo una poderosa sensación de libertad que me hacía sentirme joven y semejante a cualquiera. Una energía mental y física que se desfogaba en discusiones enconadas que culminaban en fraternales madrizas, en las que los contendientes exhaustos, con la camisa en jirones y salpicados de sangre, terminábamos bebiendo a pico de la misma botella. Así, entre los puñetazos y libaciones de una tribu de muchachos atolondrados y eufóricos, encontré el respeto y el afecto que me faltaron en la casa.
En casa nunca faltó nada material y sobraba para juguetes, viajes y fiestas. Especialmente para estas últimas. A pesar de que en la intimidad no éramos una familia muy expresiva, los cumpleaños y los festejos patrios eran nuestros momentos estelares. La mesa de la sala, presidida por el retrato de bodas de mis padres, se llenaba de viandas e invitados. Mamá Licha se lucía con una comida colosal que incluía caldo de camarones, pavo ahumado, bacalao noruego, ternera en salsa con puré de manzana y ponche de frutas; don Chucho se prodigaba con las piñas coladas, blody meris, desarmadores y tomcolins como si fueran fuegos de artificio, y yo era el mejor ejemplo del anfitrión solícito y amable. Recitaba el poema “Al Padre” o pasaba charolas con botana.

Me acuerdo que el guión de las fiestas se repetía como un drama con ligeras variaciones. Al principio don Chucho, que en soledad le negaba hasta los buenos días, acribillaba con anises a Araceli. Ella era el alma del convite. Bailaba sola en medio de la sala o emparejándose con tíos, primos o amigos que la rodeaban como moscas. Después se ponía a cantar a capela o con quien quisiera acompañarla. Contaba chistes que iban subiendo de color hasta convertirse en claras alusiones sexuales pronunciadas con la más pícara inocencia para ganarse las carcajadas de los concurrentes que, para esos momentos, lucían tan entusiasmados como una turba de piratas. El problema venía al final porque los amigos, y a veces hasta los propios miembros de la familia, se tomaban muy en serio las actuaciones de mujer liviana que interpretaba Araceli y empezaban a acosarla. En su juicio, ella siempre negó cualquier cargo pero ya entrada en copas era capaz de desaparecérsele a papá y a los invitados para encerrarse en el baño del fondo del jardín con el amigo en turno de su marido, quien llegaba como diablo a clausurar la fiesta y despedir con improperios a los convidados. Con el tiempo he pensado que este sainete le gustaba a don Jesús porque era una forma de humillar a Araceli para reclamarle su proceder liviano. Entonces tenían verdaderas batallas campales que culminaban con reproches mutuos y golpes mientras yo en mi cama, despierto por el escándalo, me iba sintiendo cada vez más pequeño, perdido en un mar de sábanas y con unas ganas tremendas de orinar que aliviaba, con mucho miedo y remordimiento, a chorritos dentro de la piyama mientras escuchaba el llanto de mi madre, unos sollozos ahogados como de animal herido, que llevo marcados con fuego en mi memoria.
Al día siguiente, Araceli no recordaba nada y se levantaba con un dolor de cabeza de los mil diablos. Su expiación consistía en lavar, enojada y cruda, los vómitos o la sangre de sus vestidos y los orines de mi piyama. Entonces, con malas palabras, llegó a decirme que permanecía con mi padre por mi culpa aun cuando sabíamos que esta historia terminaba con una reconciliación apasionada de pujidos y suspiros que me calaban en lo más hondo porque los podía escuchar desde mi cuarto. En un principio me confundieron y acudía a tocar su puerta para saber qué estaba ocurriendo. Ella salía con cara de fastidio para devolverme a mi recámara sin darme ninguna explicación.

A pesar de sus disputas, mis padres nunca descuidaron mi aprendizaje. Veían como normal que fuera un alumno sobresaliente pero cuando bajaban mis notas invariablemente me reprendían para mi propio bien. Para pasar inglés y matemáticas contrataron maestros especiales que venían a casa los sábados. Cuando reprobé español me obligaron a levantarme a las seis de la mañana a leer La Iliada, La Divina Comedia o el Fausto. De ahí me vino el fino hábito de leer a los clásicos en voz alta mientras hojeaba Vedettes y Deportes y el Já-Já.
Creo que en el fondo mis padres se querían, aunque su manera de demostrarlo era envenenando el círculo de relaciones que los rodeaban y que fuera de sus amigos pasajeros y la escasa parentela de mamá, nada más éramos mi abuela y yo. Por eso mi peor recuerdo y la primera vez que caí en cuenta de que estaba solo en el mundo fue cuando murió Mamá Licha. Nunca supe por qué le vino una tristeza decembrina que terminó la mañana de enero en que dejó de comer y empezó a evacuar sangre. Parece que ya de nada sirvió llevarla al hospital. Su último día se le fue en despedirse de sus hijos y sus nueras. Yo llegué después de que la abuela había pasado varias horas de una respiración pesada, como fuelle, interrumpida por breves momentos de lucidez. En uno de esos intervalos me llamó a su lado. Me agarró fuerte de la mano para pedirme que no me desesperara porque yo tenía un don que debía regalar a la gente para ser feliz. Luego cerró los ojos, lanzó un extraño silbidito y se quedó muy seria. Yo seguí apretándole la mano sin entender exactamente qué quiso decirme hasta que un doctor me la quitó para tomarle el pulso y certificar que se había ido. Creo que pasó una helada primavera antes de que yo pudiera entender que Mamá Licha nunca más iba a regresar y eso me dolió en el alma porque esta ausencia alejó a la familia, acrecentó el mutismo de Araceli y amplió los espacios de la casa, que entonces se volvió más grande y más fría.
Al día siguiente, Araceli no recordaba nada y se levantaba con un dolor de cabeza de los mil diablos. Su expiación consistía en lavar, enojada y cruda, los vómitos o la sangre de sus vestidos y los orines de mi piyama. Entonces, con malas palabras, llegó a decirme que permanecía con mi padre por mi culpa aun cuando sabíamos que esta historia terminaba con una reconciliación apasionada de pujidos y suspiros que me calaban en lo más hondo porque los podía escuchar desde mi cuarto. En un principio me confundieron y acudía a tocar su puerta para saber qué estaba ocurriendo. Ella salía con cara de fastidio para devolverme a mi recámara sin darme ninguna explicación.

A pesar de sus disputas, mis padres nunca descuidaron mi aprendizaje. Veían como normal que fuera un alumno sobresaliente pero cuando bajaban mis notas invariablemente me reprendían para mi propio bien. Para pasar inglés y matemáticas contrataron maestros especiales que venían a casa los sábados. Cuando reprobé español me obligaron a levantarme a las seis de la mañana a leer La Iliada, La Divina Comedia o el Fausto. De ahí me vino el fino hábito de leer a los clásicos en voz alta mientras hojeaba Vedettes y Deportes y el Já-Já.
Creo que en el fondo mis padres se querían, aunque su manera de demostrarlo era envenenando el círculo de relaciones que los rodeaban y que fuera de sus amigos pasajeros y la escasa parentela de mamá, nada más éramos mi abuela y yo. Por eso mi peor recuerdo y la primera vez que caí en cuenta de que estaba solo en el mundo fue cuando murió Mamá Licha. Nunca supe por qué le vino una tristeza decembrina que terminó la mañana de enero en que dejó de comer y empezó a evacuar sangre. Parece que ya de nada sirvió llevarla al hospital. Su último día se le fue en despedirse de sus hijos y sus nueras. Yo llegué después de que la abuela había pasado varias horas de una respiración pesada, como fuelle, interrumpida por breves momentos de lucidez. En uno de esos intervalos me llamó a su lado. Me agarró fuerte de la mano para pedirme que no me desesperara porque yo tenía un don que debía regalar a la gente para ser feliz. Luego cerró los ojos, lanzó un extraño silbidito y se quedó muy seria. Yo seguí apretándole la mano sin entender exactamente qué quiso decirme hasta que un doctor me la quitó para tomarle el pulso y certificar que se había ido. Creo que pasó una helada primavera antes de que yo pudiera entender que Mamá Licha nunca más iba a regresar y eso me dolió en el alma porque esta ausencia alejó a la familia, acrecentó el mutismo de Araceli y amplió los espacios de la casa, que entonces se volvió más grande y más fría.

Cuando se fue mamá Licha también perdí la costumbre de rezar porque no había nadie con quien hacerlo y porque para entonces aparecieron las primeras pesadillas: me soñaba masticando vidrio y despertaba sudoroso, con la mandíbula apretada y el acre sabor de la sangre entre los dientes. Luego, aunque intentara dormir, me la pasaba pensando, dando vueltas en la cama inmensa, tratando de empatar la imagen de esa señora de perfil risueño que sonreía desde una fotografía color sepia, con la de aquella mujer regordeta que con el tiempo fue perdiendo sus facciones para reducirse a la impresión de una manos ásperas y tibias que me acariciaban los cabellos y de una voz cascada que me arrullaba.
Con los años me fui acostumbrando a la soledad y se me fue quitando el miedo. De noche vagaba por los pasillos a oscuras y con el deseo de platicar con mi abuela pero los únicos rumores que escuchaba eran los de las reconciliaciones de Chucho y Araceli. Entonces pegaba el oído lujurioso a su puerta para no perder detalle de los “mi amor, qué delicia, muévete así” y más que llenaban de ecos mi cabeza. Esto me producía una erección dolorosa que mitigaba yendo al baño a masturbarme rápida y frenéticamente hasta descargarme pensando en las sirvientas o en mis compañeras de secundaria. Luego me entraban sentimientos de culpa por la sola idea de que se me había antojado “montar” a mi propia madre pero no podía evitarlo. Estos eran los primeros síntomas de una enfermedad que todavía estoy tratando de controlar.
Ya en plena adolescencia me volví taciturno. Si bien era amable con las personas, no tenía amigos y demostraba una terrible timidez con las mujeres. Me masturbaba de tres a cuatro veces por día pero era incapaz de cruzar más de dos palabras con una muchacha. Me sentía inferior por mi cara llena de granos y mi nariz ganchuda. Siempre tenía gesto de enojo y prefería fumar en el baño que entrar a clases. Por mis comentarios despectivos y por mi cuerpo torpe que se empeñaba en sobresalir de pantalones y camisas, en la escuela me consideraban un tipo duro aunque en el fondo todavía me gustara mirar caricaturas o jugar canicas con mis vecinos pequeños.

A pesar de que tenía mayor estatura y sabía defenderme con los puños, sentía una envidia tremenda por compañeros que tenían más facilidad de palabra y eran más audaces con las mujeres. Me creía una especie de discapacitado para cortejarlas. ¿Qué se les decía sin sonar como idiota? ¿A dónde podía invitarlas sin dinero? ¿Cómo convencerlas sin parecer un perro? Pensaba que las más jóvenes se interesaban por gente de mayor experiencia que yo, y que las señoras casi podían leer en mi cara que yo era un muchacho virgen y aburrido con quien no valía la pena perder el tiempo. Por aquel entonces conocí a Lucía. No la recuerdo como mi primer amor sino como el motivo de mi primera borrachera.
A los 14 años, la proximidad de cualquier mujer conseguía excitarme. Yo era una máquina de deseos que imaginaba situaciones, encuentros y posturas solamente con el roce de unos dedos. Incluso llegué a venirme con el sugerente “¿Vas a ir, Güero?” de las suripantas de la calle Libertad. Mi miembro respondía de inmediato y la sola idea de que ellas pudieran notarlo por encima del pantalón y de que a su juicio, pensaba yo, lo consideraran decepcionante para sus expectativas, me sonrojaba y me hacía dar media vuelta para refugiarme en el escusado más cercano a descargar todas mis ansias.

En cambio con Lucy me sentía con más confianza. Cuando nos encontrábamos en los corredores de la escuela me saludaba con un beso en la mejilla como si me conociera de años. Me parece que a muchos compañeros los saludaba igual pero entonces yo creía que conmigo adoptaba una actitud especial. ¿Sería porque le interesaba? ¿Ella sentía como yo? ¿Por qué sonreía al verme? Esto me dio alas para empezar a rondarla. De pronto y sin ningún motivo me la encontraba en la cafetería, en la biblioteca y en los lugares más inesperados. Supongo que ese inmenso deseo de estar junto a ella fue mi problema porque bastaba con imaginarlo para que casi de manera instantánea me la topara y ambos intentáramos iniciar una conversación que alguien siempre interrumpía.
Mi gran oportunidad se presentó en una excursión de fin de semana. Fueron menos compañeros de lo esperado pero fue Lucía, la de las piernas blancas y el cabello castaño, la única persona con quien podía comunicarme sin necesidad de hablar, mi alma gemela. Yo estaba impaciente acechando la oportunidad de expresarle a solas todo lo que sentía. Buscaba la manera de abordarla lejos de los impertinentes compañeros mientras mi corazón brincaba al ritmo descompasado de aquel camión escolar. En una de las paradas para estirar las piernas, no me aguanté las ganas y me fui a un angosto claro del bosque. La urgencia me obligó a bajarme los pantalones de inmediato para exonerar con mucho alivio. Ya en pleno obraje un sonido familiar me llamó la atención y volví la cara. A mis espaldas me encontré a Lucía, en cuclillas haciendo lo mismo que yo. Su rostro de ángel, contraído por el esfuerzo, contrastaba con la serenidad de sus pálidas nalgas en el pleno alumbramiento de una hez rizada y vaporosa, de dorados destellos. Nuestras miradas se cruzaron por un microsegundo. Ninguno de los dos se podía incorporar sin riesgo de ensuciarse. Disimulamos lo mejor posible a pesar de los estruendosos saludos que intercambiaban nuestros intestinos. Ese fue el momento que más cerca estuve de ella. No estoy seguro de quién se levantó primero pero sí de que jamás pudimos volver a hablarnos. A partir del incidente, Lucía se mostró molesta conmigo y yo pasé el resto de la excursión cabizbajo y meditabundo hasta que una noche, junto a una fogata, tres cervezas y una anforita tequilera que me bebí casi al hilo, despertaron al demonio que traía adentro.

Me dijeron en el Grupo de Adictos en Recuperación que me enfoque al daño que me hacía el alcohol, pero me es imposible desprender sus nocivos efectos del gozo que también me proporcionaba. Así en mis primeras borracheras como en las últimas recuerdo una poderosa sensación de libertad que me hacía sentirme joven y semejante a cualquiera. Una energía mental y física que se desfogaba en discusiones enconadas que culminaban en fraternales madrizas, en las que los contendientes exhaustos, con la camisa en jirones y salpicados de sangre, terminábamos bebiendo a pico de la misma botella. Así, entre los puñetazos y libaciones de una tribu de muchachos atolondrados y eufóricos, encontré el respeto y el afecto que me faltaron en la casa.
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