viernes, 2 de noviembre de 2018

Las corrientes bravas*


En 1932 se llevó a cabo un juicio determinante para el futuro de la literatura mexicana. La opinión reaccionaria y católica realizó una campaña de prensa para acusar a Rubén Salazar Mallén de “ultrajes a la moral pública y las buenas costumbres”. En particular se referían a los capítulos de la novela Cariátide, que se habían publicado en los dos primeros números de la revista Examen. De acuerdo con los acusadores se infringía el Artículo 200 del Código Penal Federal, que castigaba con prisión y multa la circulación de libros o imágenes obscenas.

El editor de Examen, Jorge Cuesta −químico y poeta− hizo en el tercer y último número de la revista una defensa denodada de la misma. Con colaboraciones de Enrique González Martínez, Mariano Azuela y Julio Torri, entre otros, se abordaron las diferencias entre el arte y la moral, en las que se deslindó al ejercicio de la literatura de todos los prejuicios que sociedades y religiones de distintas épocas le han impuesto.

Después de siete meses, el juez absolvió a Salazar Mallén invocando el Artículo 7o de la Constitución que dice: “Es inviolable la libertad de difundir opiniones, información e ideas, a través de cualquier medio.” Así, para sorpresa de muchos, este juicio sentó un precedente favorable a libertad de expresión.

A partir de entonces los escritores nacionales ya no tienen que recurrir a los jijos de la tostada, la tiznada o la guayaba con que los narradores de la Revolución nombraban eufemísticamente a la mentada de madre, y los editores tampoco son sujetos de multa o cárcel por publicar malas palabras o pasajes eróticos.
Desde ese momento, textos proscritos como el Prometeo sifilítico de Renato Leduc, que se vendían subrepticiamente en las cantinas y en los burdeles, pueden circular sin problema en las librerías. Es importante mencionar que este juicio sentó un precedente y confirmó una libertad de imprenta que no existió en los Estados Unidos hasta los años sesenta.

Amargos ejemplos de esta censura son Trópico de Cáncer de Henry Miller, que a pesar de haberse publicado en París en 1939, gracias al apoyo de Anäis Nin, se mantuvo censurada en Estados Unidos hasta 1961. El otro ejemplo es Lolita de Vladimir Nabokov, que concluida el 6 de diciembre de 1953, cinco años después de que Nabokov escribiera la primera línea y después de que su esposa rescatara el manuscrito del fuego, es rechazada por cuatro editoriales y solo The Olympia Press, una editorial francesa especializada en pornografía, tiene la osadía de publicarla. En Estados Unidos no aparece hasta 1958.

En México, a pesar de tener las leyes a su favor, los editores se mostraron muy cautos. Todavía en 1969, cuando Rafael Bernal escribió El complot mongol, a solicitud de su editor tiene que reducir el ramillete de groserías que pronuncia su protagonista Filiberto García, un judas de la Ciudad de México, a un mísero “pinche” que se volvió emblemático en esa novela. Nueve años antes se publica la famosa Picardía Mexicana (1960) de Armando Jiménez, que versa sobre los albures y calambures de las clases populares y que se vende tan profusamente que llega a rebasar las diez ediciones, pero se convierte en un título destinado al infiernillo de las bibliotecas domésticas.

Tiene que venir la siguiente generación: José Agustín, Parménides García Saldaña, Gustavo Sainz, Gerardo de la Torre, etc, para desacralizar a la literatura mexicana. Sin embargo sufren la discriminación de los académicos, quienes la llaman generación de La Onda, una especie de rebeldes de la literatura que se contraponían a La escritura, de los artistas de las letras. Y así como Onda y Escritura aparecieron ambas expresiones literarias en una antología de Margo Glanz.


A ellos les sigue una nueva generación de escritores procaces y ordinarios que tanto en los temas como en el lenguaje se permiten “excesos” que los editores, guardianes
de la moral y las buenas costumbres, siguen controlando. Así que libros como El Vampiro de la Colonia Roma, de Luis Zapata; Chin Chin El Teporocho, de Armando Ramírez; La miel derramada, del maese José Agustín o El hilito de sangre, del gran Eusebio Ruvalcaba, sufren distintos intentos de censura, desde el consejo de atenuar el tema hasta la indicación directa de bajarle al lenguaje so pena de no publicarse o de no distribuirse en librerías de prestigio o en las muy clasemedieras y bestsellerianas de Sanborns.

En los ochenta, mientras en México se celebra anualmente la Libertad de Expresión y se hacen homenajes a los próceres de la literatura y del periodismo que habían liberado a la palabra, las editoriales siguen aplicando criterios conservadores y gazmoños para la publicación. La censura no solamente se ejerce a ese nivel. En aquellos días, como dicen los Evangelios, un grupo de amigos (Pterocles Arenarius, Gregorio Martínez, Magdiel Pérez, Marco Tulio Laison y un servidor), como se estilaba por entonces, hacemos una revista independiente, La Canija Lagartija, para poder publicar lo que se nos antoje. Una revista religiosa porque aparece cada que dios quiere. En el primer número decidimos presentar un capítulo de la novela Box Populi Vox Dei, de Pterocles Arenarius, que trataba de las aventuras de un boxeador oriundo de la Candelaria de los Patos. Por causas de su origen, el protagonista hablaba un lenguaje picante y florido que le pareció demasiado excesivo a la tipógrafa, a quien le pagábamos por transcribir el texto, y quien se negó a seguirlo trabajando. Eso nos pareció el colmo. El problema ya no era tanto la censura externa sino la interna de cada mexicanito que lleva su propio inquisidor integrado en el cerebro.
Por supuesto que buscamos otro tipógrafo y terminamos publicando La Canija Lagartija, para que recién salida a la venta, de persona a persona y en algunas torterías y fondas, recibiéramos un telegrama de la Secretaría de Gobernación con la amable invitación a registrarnos cuanto antes en su Dirección de Publicaciones. Los compañeros de La Guillotina, nos advierten que vamos a recibir un sermón para que nos permitan publicar regularmente. La verdad es que nunca acudimos a registrarnos.

Lo que sí ocurre es que esa publicación nos sirve entonces para conectarnos con otros grupos que hacen otras revistas y fancines que sufren del mismo infortunio. En una fiesta en casa de Fernando García Ponce, conocimos a Ramón Martínez de Velasco y Luciano Cano, editores de El Desmadre. Legendaria revista que circulaba en el De Efe y áreas conurbadas. Entre sus adalides y canchanchanes había un escritor de historias rebosantes de sexo y carcajadas que se llamaba Alberto Vargas, pero a quien todo mundo conocía por su apodo de la Prepa Popular: El Kung Fu, por su parecido con un personaje de una serie de televisión.

No voy a hablar de las parrandas que nos corrimos juntos, ni de su amistad y bonhomía porque esas son conversaciones que sólo vienen al caso entre amigos. Más bien quiero referirme a su valor como escritor y como antologador. Pienso que los temas que aborda y el lenguaje que utiliza han hecho mucho más por la libertad de expresión que muchas marchas y muchos homenajes que no sirven más que para capitalizar demandas políticas o verter loas para los mandamases en turnos.

A la literatura de Alberto Vargas le ha ocurrido lo que a las corrientes bravas que se salen de madre, es decir de su curso, y que finalmente acaban encontrando o haciendo nuevos derroteros por donde bajar. En un principio se publicó en revistas y en fancines, después apareció en antologías y finalmente él mismo tuvo que reunir fondos para su edición.

La propuesta del amigo Vargas, tal vez carezca de una definición estética de las dimensiones que consideran de valor los críticos, sin embargo, el propósito de “excitar y hacer reír” que el autor ha manifestado en entrevistas, le ha granjeado la simpatía y el reconocimiento de numerosos lectores en Neza y anexas que hoy, incluso, ven los libros del Pronócrata como parte de su formación literaria y aproximación al arte erótico.
Cuentista y poeta, ha convertido en literatura, las jocosas experiencias de su vida abarrotera y sus andanzas en la Preparatoria Popular. Ejemplo de ello son Una temporada en San Miguel Teotongo (Serie Narrativa de Neza, 2000), Historias Lujuriosas (Espacios Literarios, 2001), El sexo me da Neza (Espacios Literarios, 2004), y La Prepa Popular Cuentos (Espacios Literarios, 2007). En cada una de estos relatos se encuentra el lado irónico y sarcástico acerca de la sexualidad ejercida como una urgencia y finalmente como un premio. Por eso en ocasiones se ha reconocido en la literatura del Pornócrata ecos del estilo bukowskiano.
Un texto aparte, que merece un estudio a profundidad, es Historia de mi otro yo (Espacios Literarios, 2005), que como dice el subtítulo trata de sexo y alucinaciones. Sin embargo sería reduccionista describirlo de esa manera porque en realidad esta narración aborda con efectivos recursos el desdoblamiento de un personaje que sufre de esquizofrenia. Creo que es una novela seria que podría estar al lado de El infierno de todos tan temido, de Luis Carrión, como una rara avis de la literatura mexicana.
Finalmente, hay que hablar de las antologías Que el tiempo lo decida, que se empezaron a publicar en 2007, gracias a la iniciativa de Alberto Vargas y algunos valientes que lo acompañaron. Con ellas se renueva la sangre de la literatura nacional y nuevamente los bárbaros vuelven a entrar a caballo en los palacios del arte donde los empolvados marqueses bailan el minué.

Le agradezco al Pornócrata su amistad, pero sobre todo su persistencia en la escritura. Espero mucho más libros y antologías de su parte. Que no cese de manar la sangre de esa vena rota con que ha escrito sus textos.
Muchas felicidades y salud.

*Texto leído en el homenaje a Alberto Vargas Iturbe "El Ponócrata", en el Centro Cultural Las Dos Fridas, el viernes 23 de marzo de 2018.

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