Daniel
Miranda
Mantis
Editores.
“En
un mundo de vencedores imbéciles
más
vale ser un derrotado.”
Jorge
Arturo Borja.
“Tiene
la derrota una dignidad
que
la ruinosa victoria no conoce.”
Jorge
Luis Borges.
La
lectura de Anatomía
del fracaso
me generó varias preguntas. Tal vez la primera de ellas sea ¿cómo
se forma un poeta? ¿De repente a alguien lo posee la inspiración y
empieza a escribir como un ángel, o la poesía es el resultado de
exprimir la experiencia de la vida como se exprime un limón viejo?
No lo sé. En el caso de Daniel Miranda solamente entiendo que la
lectura de su libro ha cambiado la imagen que guardo sobre su autor.
Hagamos
memoria. A Daniel lo conozco desde que su hermano Edgar lo llevaba de
visita, en plena adolescencia, al taller que Eusebio Ruvalcaba
impartía en la Colonia del Valle. Aunque Daniel aún conserva algo
de adolescente, en ese entonces se mostraba como un muchacho curioso
pero callado ante los textos que se presentaban en aquellas sesiones.
Unos
años después regresó al taller, que se había trasladado a
Tlalpan, para llevar sus propios versos. Por lo visto no escarmentó
en cabeza ajena. Recuerdo que sus palabras tenían el ímpetu pero
también la ingenuidad de alguien que quería escribir poesía. Los
recursos provenían de El
tesoro del declamador
y la experiencia era el vivo reflejo de su incipiente bigote.
En
los años que llevo asistiendo a talleres, he visto pasar a muchos
individuos que de pronto se sienten tocados por la musa y sin ningún
decoro se dedican a escribir. Desde la imitadora de Pita Amor que
afila sus versos en la memoria de sus ex maridos, el senecto
nostálgico por un modernismo trasnochado, el rapero que improvisa
cacofonías en un afán de poeta maldito que no pasa de “malito”,
e incluso el joven de inclinaciones sociales que es como “un pobre
Benedetti que habita en la serranía”.
Después
de las primeras sesiones en los talleres y de las primeras críticas,
por lo general, estos soñadores desisten de su insensato intento.
Sin embargo hay quienes insisten contra todo pronóstico, e incluso
llegan a publicar libros.
Después
de los primeros fracasos, de que se dan cuenta que la poesía no se
vende y quizá menos se lee, de que descubren en el librero del mejor
amigo los libros que le obsequiaron aún intonsos y que se convencen
de que deja más dinero vender relojes pirata que poemarios, deciden
abandonar tan ingrato oficio. Solamente los más necios o los que
tienen la mayor capacidad de resistencia siguen adorando a la Diosa
Blanca.
Entonces
vuelvo a la pregunta ¿cómo se forma un poeta?, pues tampoco lo sé
de cierto, pero supongo que entre otros ingredientes para hacerlo se
cuenta el fracaso. Y éste sólo nace de la experiencia vivida. O en
algunos casos, de la experiencia bebida. Por supuesto que detrás de
cada aedo debería haber una íntima relación con el lenguaje y un
conocimiento profundo de las técnicas y de los recursos literarios
que les permiten convertir en oro la pátina amarga que los días van
dejando caer en el ánimo. Pero sólo a “los que pisan sus fracasos
y siguen/ porque no serán consolados”, se les podrá llamar
poetas.
En
ese sentido, me gusta pensar que los versos más afortunados, los que
sobreviven al poema y al poeta, se forjan a golpes de martillo en la
fragua de los fracasos y son, como esas espadas legendarias, Coladas
o Tizonas, que atesoran la memoria de una batalla en que el autor se
jugó la vida. Así también, pienso que el poema necesita reposo
antes de publicarse. Y en ese caso, los poetas deben ser como los
viejos caballeros que velaban sus armas antes del combate.
Viene
esto a cuento, porque yo fui testigo de la gestación de algunos de
los poemas de Anatomía
del fracaso, que
después de años tomaron su forma definitiva para componer un libro
y ganarse el Premio Nacional de Poesía de Sonora “Bartolomé
Delgado de León”, 2015. Pero esto es lo de menos. Lo realmente
importante es que con este poemario, el anatomista Daniel Miranda
Terrés se revela como un poeta en pleno uso de sus facultades, uno
que primero fraguó sus versos en la desolación y luego veló el
poema por muchas lunas. Solamente así pudo haber escrito este libro.
En
el transcurso de sus cuatro estaciones, tres órganos y un síndrome,
su poemario va cronometrando el naufragio de un hombre. Con un
lenguaje diáfano, compuesto con palabras simples: lluvia, árbol,
pájaro, fuego, el autor construye una sólida columna, una escalera
de descenso que conduce hacia el purgatorio personal: el padre, la
madre, la enfermedad, el alcohol, mantienen una presencia constante
en este viaje.
La
sencillez aparente de los versos se remata con imágenes
contundentes, implacables, que llegan con frecuencia al
desgarramiento. En su confección, el poeta demuestra una panoplia de
recursos que en ocasiones evoca la estructura de otros géneros: el
poema como una serie de preguntas, el poema como una serie de
respuestas muy cercanas al conocimiento y a la estructura del
aforismo, verbigracia algunos versos:
“El
corazón de los hombres es del tamaño de lo que esperan”.
“Estamos
hechos de distancias. Puede verse en nuestra mirada la lejanía de la
que venimos”.
“Los
días son trenes que no vuelven. Parten hacia lo perdido”.
“Qué
infeliz se puede ser cuando es la felicidad lo que se anhela”.
“El
corazón tiene la edad de lo que amamos”.
También
hay poemas que podrían pasar sin apuro como verdaderas
minificciones:
Tengo
un sueño recurrente en el que miro
a
una manada de lobos devorándole las vísceras a un hombre
Aquel
hombre no lucha por su vida
Está
vivo
Pestañea
mientras mira hacia el cielo
El
sueño termina cuando el hombre gira la cabeza para mirarme a los
ojos
Los
lobos que lo devoran me persiguen todo el día en el pensamiento.
En
el tono de los poemas de esta Anatomía
del fracaso
también se pueden advertir leves toques de un humor muy próximo a
lo patibulario:
Este
dolor de estómago me ha mantenido en cama por días
Me
han dicho que es por tanto alcohol
Que
también el estrés causa irritación
¿Moriré
pronto doctor?
¿Está
seguro?
¿Cómo
puede saber tanto con tan sólo mirar si mis heces son firmes?
En
suma, los poemas de esta Anatomía
sorprenden y conmueven por su descarnada elocuencia, por su
inesperada ternura, por la madurez de un joven de 28 años que ha
dedicado gran parte de su vida al fracaso fecundo y creador, al
oscuro manantial de la poesía de donde brotan sus bien templados
versos.
Le
pido disculpas a Daniel, yo hubiera querido escribir más, pero me
han faltado palabras para explicar lo que me han hecho sentir sus
poemas, ya no sé qué poner en esta página.
Con
ellas, rubrico mi admiración por el poeta.
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