En
enero de 1973, la Revista El Cuento, publicó una historia breve titulada “Absolución”.
Absolución
A Barthélemy de Lesseps
Al
tiempo: agresor de la libertad, cómplice de la muerte, enemigo jurado del amor.
Al tiempo hijo de su pinche madre, decidí asesinarlo con un sueño bien afilado,
que a la luz de la luna dejaba huir su plata en millones de brillantes fugaces.
Camino
a su morada (yo cargaba en mi fardo, premeditación, alevosía y ventaja. ¿Quién
sabe cuál sería el fallo de los jueces en la Historia? En realidad no me
importaba la condena o el perdón…), como una astilla de las que refulgía mi
daga, se me clavó entre los ojos una reflexión:
“En
un segundo (célula, molécula: partícula) del tiempo, del odiado adversario,
llegarían la libertad y el hombre nuevo”.
Entonces
decidí absolverlo.
Ramos Blancas.
En ese memorable número de El
Cuento, y junto a monstruos de la
dimensión de Cortázar, Borges o Birce, también aparecieron publicados por
primera vez los apellidos de un escritor de escasos 21 años, originario de
Tulancingo, Hidalgo: Ramos Blancas. Dos apellidos que unidos al nombre de
Agustín iban a dar mucho de qué hablar en la literatura mexicana de transición
entre el siglo XX y el XXI.
Hijo de una maestra rural que conocía de memoria poemas de
Rubén Darío, Luis G. Urbina o Juan de Dios Peza, Agustín Ramos enfrentó la
ausencia del padre a muy temprana edad, y desde entonces decidió ser, él mismo,
su propio padre.
Tal vez se engendró jugando a hacer hoyos en un huerto, para
fornicar con la madre tierra. O tal vez fue en el colegio de monjas o con los
salesianos donde quisieron enseñarle a odiar “lo bueno de la vida”, pero el
chamaco canijo aprendió a pensar y a llevarle la contra a las instituciones.
Agustín Ramos, el portero que rompía los pantalones en el
pavimento de la Primero de Mayo, emigró a las calles del Distrito Federal a los
13 años. Ahí se despertó al deseo leyendo las novelas policíacas de la
Colección Caimán, en el baño de la escuela, y subrayándoles las partes más
cachondas a sus compañeros de clase; ahí, a golpe de calcetín, también le conoció
los entresijos a la urbe, actuando como guía de vendedores de queso.
El tiempo, ese odiado adversario, lo arrastró en plena
pubertad al vendaval del movimiento estudiantil del 68, y lo obligó a crecer de
un jalón para “vivir” la muerte de cientos de sus compañeros el jueves de
corpus del 73; pero quizá la muerte que más dolorosamente lo marcó fue la de su
hermano Gume en los avatares de una guerrilla que soñó con cambiar la Historia.
Otro cualquiera a lo mejor se hubiese resignado o hubiese
convertido su rencor en amargura; Agustín, en cambio, afiló su pluma para dar a
luz una novela que hoy puede considerarse casi un clásico, un texto
imprescindible para conocer a aquella generación: Al
cielo por asalto.
Cuando se publicó esta novela en 1979, anota el crítico
Ignacio Trejo Fuentes, “llamó la atención porque tanto su temática como su
elaboración técnica acusaban la mano de un autor con muchísima más
experiencia.”
Esta temprana madurez estilística y la necesidad de trabajar
para mantener a su hija, para quien fue padre y madre a la vez, le abrieron las
puertas de los medios de comunicación. Agustín se desdobló para trabajar como
corrector y colaborador en periódicos y revistas, guionista y entrevistador en
la radio, comentarista literario en televisión, y para escribir y publicar su
segunda novela: La vida no vale nada.
En este texto de 1982, Ramos va perfilando el mapa de una
obra tierna y desgarrada que en palabras del crítico Christopher Domínguez es
una “síntesis entre un himno revolucionario y una intimidad colectiva de amantes
ebrios” que empiezan la fiesta de la vida cantando "La internacional" y la acaban
con música de José Alfredo Jiménez.
En la jornada diaria, Ramos también obtiene pequeños éxitos,
además de alternar con escritores reconocidos como José Agustín, el trabajo
periodístico le permite acercarse a otros que admira. Así conoce a Julio
Cortázar en la cocina de un hotel, cuando el gran Cronopio va de huida de una
turba de entrevistadores que lo acosan y se topa de frente con el tímido
Agustín que más bien parecía estársele escondiendo. Valdría la pena que Radio
Educación reciclara esta curiosa joya que guarda en sus archivos.
También es importante mencionar la labor de Ramos como
tallerista y formador de escritores jóvenes, a quienes no niega ni el consejo
ni la apreciación objetiva de sus pininos literarios. Siempre generoso, el
maestro Ramos da conferencias, clases y talleres de creación tanto en su estado
natal como en otros lugares de la república.
De cualquier manera, tal vez sacándole tiempo a sus horas de
sueño, aparece su tercera novela Ahora que me acuerdo, en 1985. Con ésta cierra una triada sobre la pasión y el
desencanto de la generación del 68 y la guerrilla. Sin embargo no es una novela
catastrofista y ni siquiera trágica. Con ese sabor agridulce que caracteriza su
obra, cuenta la historia de un grupo de jóvenes que “encuentran en la decepción
alientos de vida”.
En su prosa, como refiere Trejo Fuentes, Ramos “sabe arreglárselas
con todo tipo de situaciones (…) a pesar de que éstas se sustenten en lo más
descarnado y doloroso (…) juega con las palabras, las hace vivir para lograr
que ellas nos mantengan vivos aún en medio de la zozobra. Y qué decir de la
audacia de sus estructuras, del poder de sus diálogos, del encanto de su
adjetivación.”
Para los noventa, ya de vuelta en su terruño, Ramos publica
una serie de libros con temas históricos, que buscan en el pasado colonial la
génesis de lo que somos, primero como hidalguenses y luego como mexicanos. Así
aparecen las novelas Tú eres Pedro de 1996 y La visita: un sueño de la
razón de 2000. En ellas recrea a dos
personajes notables; en la primera la del legendario y maquiavélico Pedro
Romero de Terreros, dueño de minas y fundador del Monte de Piedad, y en la otra
las andanzas de un visitador que llega a la Nueva España del siglo XVIII para
hacerle un informe al rey.
Con esta misma preocupación por la historia Ramos escribe
los ensayos Río de estrellas, La herencia de Bustamante y La gran cruzada, que publica a fines de los noventa. En estos libros, tanto
en las novelas como los ensayos, Ramos radiografía un sistema político y social
que desde sus inicios ha servido para fomentar las desigualdades, las
injusticias y la impunidad. Una especie de mirada al espejo del pasado para
descubrir el origen de las cicatrices de nuestro rostro actual.
A pesar de la reflexión profunda y descarnada, y de la
crítica al poder que propone su obra, Ramos también se da tiempo para escribir
un cuento infantil “El preso número cuatro”, y para llevar este entusiasmo
fuera de la literatura con la creación del museo interactivo El Rehilete, en
Pachuca.
En lo que a la creación literaria concierne, tal vez se
podría mencionar como una nota al calce que Agustín Ramos también dirigió el
Consejo Estatal para la Cultura de Hidalgo. Sin embargo, es de este periodo de
su vida, de su encuentro cercano con el poder donde seguramente pudo perfilar
los rasgos, los usos y costumbres de los personajes de sus novelas más
recientes, que constituyen sin dudarlo un verdadero ajuste de cuentas con la
realidad actual.
Como
la vida misma, de 2005, es un drama de
arribistas e hipócritas situado en Pachuca. De esta novela, la crítica ha dicho
que es la más literaria de su autor porque su fuerza radica en “la profunda
caracterización de los personajes y en la fidelidad de las cosas en que se
mueven”. La noche, publicada en 2007, en cambio, aborda las vicisitudes de un
poeta de provincia en la búsqueda de la sobrevivencia en un medio muy hostil.
En Olvidar el futuro, de 2010, toma como escenario este México de narcos y
oligarcas para contar la historia del asesinato del hombre más rico del mundo,
una especie de Carlos Slim.
En fin, Agustín Ramos, el padre de sí mismo, el escritor
hidalguense vivo más importante del México actual, sigue escribiendo y
publicando. Aunque se le han reconocido afinidades temáticas y políticas con
José Revueltas, uno de los mayores novelistas mexicanos, es conveniente señalar
que por la variedad de sus recursos estilísticos y por esa necesidad de revisar
el pasado para encontrar el presente, también podría colocársele en la
categoría de escritores como Martín Luis Guzmán, o incluso por el uso lúdico y popular
del lenguaje, con su paisano Ricardo Garibay.
Será tarea de los críticos de este siglo XXI darle a la
narrativa de Ramos el valor que merece. En ese juicio se debe tener presente
que estamos ante un autor fiel a sus ideas primigenias. Ante el muchacho aquel
que en su primer cuento vio al tiempo depredador como un adversario y quiso
vencerlo con un sueño afilado, y que hoy 40 años y 14 libros después, ha
decidido absolverlo otra vez porque en su literatura aún conserva la esperanza
en la libertad y el hombre nuevo.
*Texto leído en 2º Festival Internacional del Libro y la Cultura y 5o encuentro de la Unión Latinoamericana de Escritores, en Tezontepec
de Aldama, Hidalgo; 22 de abril de 2013.
No hay comentarios:
Publicar un comentario