lunes, 22 de julio de 2013

El padre de sí mismo*

En enero de 1973, la Revista El Cuento, publicó una historia breve titulada “Absolución”.

Absolución
A Barthélemy de Lesseps
Al tiempo: agresor de la libertad, cómplice de la muerte, enemigo jurado del amor. Al tiempo hijo de su pinche madre, decidí asesinarlo con un sueño bien afilado, que a la luz de la luna dejaba huir su plata en millones de brillantes fugaces.
Camino a su morada (yo cargaba en mi fardo, premeditación, alevosía y ventaja. ¿Quién sabe cuál sería el fallo de los jueces en la Historia? En realidad no me importaba la condena o el perdón…), como una astilla de las que refulgía mi daga, se me clavó entre los ojos una reflexión:
“En un segundo (célula, molécula: partícula) del tiempo, del odiado adversario, llegarían la libertad y el hombre nuevo”.
Entonces decidí absolverlo.
Ramos Blancas.

En ese memorable número de El Cuento, y junto a monstruos de la dimensión de Cortázar, Borges o Birce, también aparecieron publicados por primera vez los apellidos de un escritor de escasos 21 años, originario de Tulancingo, Hidalgo: Ramos Blancas. Dos apellidos que unidos al nombre de Agustín iban a dar mucho de qué hablar en la literatura mexicana de transición entre el siglo XX y el XXI.
Hijo de una maestra rural que conocía de memoria poemas de Rubén Darío, Luis G. Urbina o Juan de Dios Peza, Agustín Ramos enfrentó la ausencia del padre a muy temprana edad, y desde entonces decidió ser, él mismo, su propio padre.

Tal vez se engendró jugando a hacer hoyos en un huerto, para fornicar con la madre tierra. O tal vez fue en el colegio de monjas o con los salesianos donde quisieron enseñarle a odiar “lo bueno de la vida”, pero el chamaco canijo aprendió a pensar y a llevarle la contra a las instituciones.
Agustín Ramos, el portero que rompía los pantalones en el pavimento de la Primero de Mayo, emigró a las calles del Distrito Federal a los 13 años. Ahí se despertó al deseo leyendo las novelas policíacas de la Colección Caimán, en el baño de la escuela, y subrayándoles las partes más cachondas a sus compañeros de clase; ahí, a golpe de calcetín, también le conoció los entresijos a la urbe, actuando como guía de vendedores de queso.
El tiempo, ese odiado adversario, lo arrastró en plena pubertad al vendaval del movimiento estudiantil del 68, y lo obligó a crecer de un jalón para “vivir” la muerte de cientos de sus compañeros el jueves de corpus del 73; pero quizá la muerte que más dolorosamente lo marcó fue la de su hermano Gume en los avatares de una guerrilla que soñó con cambiar la Historia.
Otro cualquiera a lo mejor se hubiese resignado o hubiese convertido su rencor en amargura; Agustín, en cambio, afiló su pluma para dar a luz una novela que hoy puede considerarse casi un clásico, un texto imprescindible para conocer a aquella generación: Al cielo por asalto.
Cuando se publicó esta novela en 1979, anota el crítico Ignacio Trejo Fuentes, “llamó la atención porque tanto su temática como su elaboración técnica acusaban la mano de un autor con muchísima más experiencia.”
Esta temprana madurez estilística y la necesidad de trabajar para mantener a su hija, para quien fue padre y madre a la vez, le abrieron las puertas de los medios de comunicación. Agustín se desdobló para trabajar como corrector y colaborador en periódicos y revistas, guionista y entrevistador en la radio, comentarista literario en televisión, y para escribir y publicar su segunda novela: La vida no vale nada.
En este texto de 1982, Ramos va perfilando el mapa de una obra tierna y desgarrada que en palabras del crítico Christopher Domínguez es una “síntesis entre un himno revolucionario y una intimidad colectiva de amantes ebrios” que empiezan la fiesta de la vida cantando "La internacional" y la acaban con música de José Alfredo Jiménez.
En la jornada diaria, Ramos también obtiene pequeños éxitos, además de alternar con escritores reconocidos como José Agustín, el trabajo periodístico le permite acercarse a otros que admira. Así conoce a Julio Cortázar en la cocina de un hotel, cuando el gran Cronopio va de huida de una turba de entrevistadores que lo acosan y se topa de frente con el tímido Agustín que más bien parecía estársele escondiendo. Valdría la pena que Radio Educación reciclara esta curiosa joya que guarda en sus archivos.
También es importante mencionar la labor de Ramos como tallerista y formador de escritores jóvenes, a quienes no niega ni el consejo ni la apreciación objetiva de sus pininos literarios. Siempre generoso, el maestro Ramos da conferencias, clases y talleres de creación tanto en su estado natal como en otros lugares de la república.
De cualquier manera, tal vez sacándole tiempo a sus horas de sueño, aparece su tercera novela Ahora que me acuerdo, en 1985. Con ésta cierra una triada sobre la pasión y el desencanto de la generación del 68 y la guerrilla. Sin embargo no es una novela catastrofista y ni siquiera trágica. Con ese sabor agridulce que caracteriza su obra, cuenta la historia de un grupo de jóvenes que “encuentran en la decepción alientos de vida”.

En su prosa, como refiere Trejo Fuentes, Ramos “sabe arreglárselas con todo tipo de situaciones (…) a pesar de que éstas se sustenten en lo más descarnado y doloroso (…) juega con las palabras, las hace vivir para lograr que ellas nos mantengan vivos aún en medio de la zozobra. Y qué decir de la audacia de sus estructuras, del poder de sus diálogos, del encanto de su adjetivación.”
Para los noventa, ya de vuelta en su terruño, Ramos publica una serie de libros con temas históricos, que buscan en el pasado colonial la génesis de lo que somos, primero como hidalguenses y luego como mexicanos. Así aparecen las novelas Tú eres Pedro de 1996 y La visita: un sueño de la razón de 2000. En ellas recrea a dos personajes notables; en la primera la del legendario y maquiavélico Pedro Romero de Terreros, dueño de minas y fundador del Monte de Piedad, y en la otra las andanzas de un visitador que llega a la Nueva España del siglo XVIII para hacerle un informe al rey.
Con esta misma preocupación por la historia Ramos escribe los ensayos Río de estrellas, La herencia de Bustamante y La gran cruzada, que publica a fines de los noventa. En estos libros, tanto en las novelas como los ensayos, Ramos radiografía un sistema político y social que desde sus inicios ha servido para fomentar las desigualdades, las injusticias y la impunidad. Una especie de mirada al espejo del pasado para descubrir el origen de las cicatrices de nuestro rostro actual.
A pesar de la reflexión profunda y descarnada, y de la crítica al poder que propone su obra, Ramos también se da tiempo para escribir un cuento infantil “El preso número cuatro”, y para llevar este entusiasmo fuera de la literatura con la creación del museo interactivo El Rehilete, en Pachuca.
En lo que a la creación literaria concierne, tal vez se podría mencionar como una nota al calce que Agustín Ramos también dirigió el Consejo Estatal para la Cultura de Hidalgo. Sin embargo, es de este periodo de su vida, de su encuentro cercano con el poder donde seguramente pudo perfilar los rasgos, los usos y costumbres de los personajes de sus novelas más recientes, que constituyen sin dudarlo un verdadero ajuste de cuentas con la realidad actual. 
Como la vida misma, de 2005, es un drama de arribistas e hipócritas situado en Pachuca. De esta novela, la crítica ha dicho que es la más literaria de su autor porque su fuerza radica en “la profunda caracterización de los personajes y en la fidelidad de las cosas en que se mueven”. La noche, publicada en 2007, en cambio, aborda las vicisitudes de un poeta de provincia en la búsqueda de la sobrevivencia en un medio muy hostil. En Olvidar el futuro, de 2010, toma como escenario este México de narcos y oligarcas para contar la historia del asesinato del hombre más rico del mundo, una especie de Carlos Slim. 
En fin, Agustín Ramos, el padre de sí mismo, el escritor hidalguense vivo más importante del México actual, sigue escribiendo y publicando. Aunque se le han reconocido afinidades temáticas y políticas con José Revueltas, uno de los mayores novelistas mexicanos, es conveniente señalar que por la variedad de sus recursos estilísticos y por esa necesidad de revisar el pasado para encontrar el presente, también podría colocársele en la categoría de escritores como Martín Luis Guzmán, o incluso por el uso lúdico y popular del lenguaje, con su paisano Ricardo Garibay.


Será tarea de los críticos de este siglo XXI darle a la narrativa de Ramos el valor que merece. En ese juicio se debe tener presente que estamos ante un autor fiel a sus ideas primigenias. Ante el muchacho aquel que en su primer cuento vio al tiempo depredador como un adversario y quiso vencerlo con un sueño afilado, y que hoy 40 años y 14 libros después, ha decidido absolverlo otra vez porque en su literatura aún conserva la esperanza en la libertad y el hombre nuevo.

*Texto leído en  2º Festival Internacional del Libro y la Cultura y 5o encuentro de la Unión Latinoamericana de Escritores, en Tezontepec de Aldama, Hidalgo; 22 de abril de 2013.


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