domingo, 10 de octubre de 2010

El milagro y la tragedia

(Texto para la presentación del segundo número de Los bastardos de la uva).

La tarde del miércoles 3 de octubre de 1849, un hombre de 40 años, de complexión delgada, cabello revuelto, tez cerúlea y demacrada, vestido con un sombrero de paja, camisa sucia de talla mayor a la suya y zapatos agujerados, se encuentra delirando bajo la lluvia, frente al Salón del Artillero, en Baltimore, Maryland, en donde ha bebido hasta llegar a una “intoxicación bestial”, de acuerdo con la opinión del doctor Joseph E. Snodgrass.

Aquel caballero de ojos vacíos y sin brillo, es conducido de inmediato al hospital de la Universidad de Washington, donde permanece cuatro días alternando estados de lucidez con alucinaciones en las que habla de su esposa muerta dos años antes. Finalmente, el domingo 7 de octubre de 1849, a las cinco de la mañana, Edgar Allan Poe muere pronunciando estas palabras: “Señor, ayuda a mi pobre alma”.

Setenta y nueve años después, un martes de mayo en París, un caballero judío llega a ocupar su mesa del Café Tournon como todas las tardes. Pide su primer “Suze a la Mirabell”, una mezcla de coñac y aguardiente para comenzar la tertulia.

De cuatro a nueve de la noche lo acompañan actores, periodistas, políticos y exiliados que entre trago y trago comparten las noticias de la farándula y de la política; de las diez a las tres de la mañana llegan los amigos más íntimos, escritores como Stefan Zweig, Lwdwig Marcuse y Ernst Toller que brindan por el arte y la literatura; de las tres en adelante, el mismo caballero departe con rabinos y estudiosos de la religión.

A pesar de que sólo tiene 44 años, Joseph Roth es el centro de varios grupos de amigos de distintas extracciones. Un ebrio ejemplar que en la conversación hace gala de agilidad mental, buen humor, suspicacia, sarcasmo y capacidad de mentir. Su amigo Walter Mehring le pregunta una vez:

-¿Por qué bebe usted tanto, Roth?, se está usted destruyendo.

Roth le contesta:

-¿Y por qué no bebe usted, Mehring. ¿De veras cree que puede salvarse?... No, usted también morirá.

Todos van a morir pero a Roth la muerte lo acecha ese 23 de mayo. Después de levantarse de su asiento para lanzar una maldición contra los nazis, se desvanece y cae al suelo. Los meseros lo llevan cargando, inconsciente, hasta su cuarto en el hotel de enfrente. Allí un médico polaco le inyecta cafeína y le sirve otro coñac. Joseph Roth se levanta trastabillante pero decidido, baja las escaleras, atraviesa la calle, vuelve a ocupar su asiento en la mesa del café Tournon y pide otro “Suze a la Mirabell”. ¡Un ejemplo de voluntad este hombre! Hasta ahí llega una ambulancia para conducirlo al Hospital Necker en donde pasa tres días de terror atado a una cama, entre accesos de tos y vómitos, sufriendo una sucesión de delirios hasta que muere de un infarto el 26 de mayo de 1939.


La espantosa muerte de estos caballeros no sería más que una infausta anécdota de no ser porque ambos produjeron obras literarias de enorme importancia. Edgar Allan Poe es el padre de la literatura policiaca, un referente insustituible de la gótica y creador de un estilo insuperable. Joseph Roth, por su parte, es el gran cronista del imperio austrohúngaro y el autor más conspicuo de la literatura del exilio en su época. Ambos representan el milagro y la tragedia que resulta de la unión entre la literatura y el alcohol.

Por la frecuencia con que ocurre este fenómeno puede asegurarse que no es una casualidad. No significa que el alcohol conduzca a la genialidad ni que cualquier borracho sea un escritor en potencia, sino que los espíritus rebeldes, inconformes y en lucha contra su mismo destino que se expresan a través de la literatura, encuentran en el alcohol el bálsamo que les ayuda a subsistir, o en otras palabras, el aceite que les ayuda a lubricar las fricciones que las asperezas de la vida producen en los espíritus sensibles.

Es por ello que conscientes de esta problemática, el grupo de jóvenes altruistas que conforman la revista Los bastardos de la uva, se han entregado a la titánica tarea de reivindicar el buen nombre de los escritores alcohólicos ya desaparecidos y de publicar a los que aún siguen vivos.

Los bastardos de la uva han empeñado sus máximos esfuerzos y agotado su economía en pro de la defensa, conservación y reproducción del borracho-escritor y del borracho-lector, especies que si bien están lejos de extinguirse, sufren del constante acoso de campañas antialcohólicas como el Hoy no circula o de los rigores de la Ley seca incluso en fiestas bicentenarias.

Francamente lacera en lo más hondo ver autores bebedores en el más absoluto desamparo dejando en garantía capítulos de sus novelas o libros de poemas con tal de conseguirse un trago. En tiempos de crisis ni siquiera en las cantinas más hospitalarias aceptan el intercambio. De continuar con esta actitud tan mezquina ¿qué va a pasar con la literatura nacional? ¿Qué no se recuerda que el panteón de los grandes escritores también guarda la memoria de grandes bebedores?

Basta recordar a los modernistas leyendo sus poemas en el Bar Room de Peter Gray, en la calle de Plateros.

A José Rubén Romero, después de varios whiskys en un banquete diplomático, diciendo ante el embajador gringo que en la política de los buenos vecinos nosotros éramos los buenos y ellos los vecinos.

A Renato Leduc asombrando a los parisienses con su acto de beber champaña para después morder la copa y masticar el vidrio.

A José Revueltas saboreando las paletas de hielo con ron y vodka que le llevan sus alumnos al hospital donde se encuentra internado.

A Juan Rulfo saliendo del Gallo de Oro después de varios tequilas dispuesto a liarse a golpes con Luis Spota.

Las fiestas de Octavio Paz y Elena Garro, en donde según palabras de Fernando Benítez, corren ríos de alcohol y de semen.

A Jaime Sabines durmiendo la mona en la Cámara de Diputados en pleno informe presidencial de López Portillo.

Sobran las anécdotas que ilustran las costumbres báquicas de los autores mexicanos y que la mustia historia oficial ha querido condenar al silencio. Los bastardos de la uva, en cambio, se han dedicado a documentar la relación entre el alcohol y las letras en un afán de retomar la antigua tradición griega que asocia el vino con la inspiración poética.

Sin embargo una labor tan noble y esclarecedora como la de esta revista no ha tenido el reconocimiento social que merece. Su nombre ni siquiera ha figurado dentro de los finalistas de Iniciativa México ni tampoco ha recibido fondos del Teletón.

Sólo nos queda esperar la justicia del tiempo y que en un futuro próximo se reconozca a Los bastardos de la uva como el semillero o la reserva literaria donde una comunidad de dipsómanos dichosos publicó las primeras obras de los autores que darán lustre y parrandas memorables a la literatura de este siglo.

¡Salud por eso!

1 comentario:

  1. Cualquier palabra agregada a tan gran escrito salida de mi boca, es una ofensa.
    Maestro Borja, no queda más que agradecer su colaboración con nosotros. Esperemos que pueda continuar ayudándonos, sin embargo, espero aún más que las parrandas, espíritu rebelde y las borracheras no le abandonen nunca.
    Sin más: SALUD.

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