domingo, 29 de enero de 2023

Sol momentáneo





Escritor invitado: Ramón Ojeda Bringas.
Ramón Ojeda se ha dedicado a la docencia por espacio de dos décadas, colaborando paralelamente como monero en algunos diarios y revistas de circulación nacional, además de exponer su trabajo gráfico en algunas casas de cultura. Ha publicado una veintena de libros de temática varias, desde caricatura y libro-comic hasta textos de divulgación y antologías literarias; en estas última ha escrito cuento, crónica y poesía. Desde hace dos décadas trabaja en una institución educativa particular.


Sol momentáneo*

Ramón Ojeda

Había llegado apresuradamente, más por inercia que por puntualidad, aunque eso no significaba que llegara tarde, todo lo contrario, ya que cumplir con los tiempos establecidos era parte sustancial de su forma de ser y actuar, algo que hasta podía interpretarse como una deformación profesional porque como filósofo, el eje de sus acciones era la incesante búsqueda de la coherencia entre el pensar y el hacer, una búsqueda permanente, no por “ser mejor” como repetían los capacitadores, couches y demás mercaderes vulgares que habían encontrado un filón en las escuelas donde pretendían preparar a los docentes para que estos alcanzaran la coherencia, nada de esa basura, simplemente había que cumplir por una convicción personal, a pesar de que, como docente, no difería mucho su condición que la de los obreros, era un empleado más, un obrero de la educación y eso no le incomodaba, cualquier trabajo era digno, sólo que las condiciones laborales eran leoninas y para los empleadores —empresarios educativos— el docente era sólo una pieza más del engranaje, sustituible en cualquier momento. Los retrasos se debían a situaciones de tráfico, ajenas por completo a su control porque con frecuencia un accidente en la carretera o alguna eventualidad impedían a él y a infinidad de trabajadores, llegar puntualmente a sus labores ante la absoluta incomprensión de sus empleadores, que más que a eso respondía a una actitud mañosa y perversa que incrementaba los ingresos del patrón por los descuentos y no como ellos mismos insistían en la “necesidad de cumplir cabalmente con los tiempos siendo responsable” argumento falaz que ocultaba el verdadero carácter de la despiadada explotación. Entró al salón de clases y encontró el habitual panorama: alumnos fuera de su lugar, hablando, discutiendo, algunos otros jugando y lanzando objetos —bolitas de papel— unos más pegados a la pantalla de su celular y el resto en la indefinición, tal vez esperando el inicio de la clase.


Julio César, el profe, llegó al escritorio, dejó su portafolio encima, jaló la silla y se sentó, al tiempo que solicitaba silencio para pasar lista, el punto de partida del ritual que todos los profesores repetían, desde la primera hora hasta la última clase: Almanza García… presente, Arteaga Vélez… presente, Azpeitia López... presente, Camacho Rueda… presente… hasta concluir con Zamacona García, un total de 46 estudiantes, hombres y mujeres que se negaban a dejar la adolescencia porque así podrían continuar en su zona de confort, término muy utilizado por los mercaderes virados a educadores.

Una vez terminado el pase de lista, algo más propio de un reclusorio que de una escuela, Julio César logró en poco tiempo el máximo silencio posible para iniciar su clase.

—El tema de hoy, muchachos, es la continuación del anterior y versa sobre las posibilidades que nos da una elección basada en el principio de…

—Les recuerdo que esta semana es la última para que paguen la colegiatura correspondiente al mes de septiembre. Los pagos pueden hacerse, como es de su conocimiento, en el banco, en la caja de la escuela, por transferencia bancaria o bien por Pay Pal.



Había concluido el anuncio por una bocina colocada en la parte superior del pizarrón, a unos centímetros de la cámara de video que servía como ojo avizor, medio por el cual los directivos estaban al tanto de lo que ocurría en el salón de clases. A pesar de que regularmente se escuchaba el anuncio, entre otros, que recordaba el deber de cumplir con las obligaciones contractuales, resultaba molesto a pesar de que la bocina formaba parte sustancial no sólo del salón, sino de la propia institución que en los pasillos y en los patios hacía acto de presencia sonora.

—Muy bien, vamos a continuar jóvenes, con el tema que nos ocupa y que no se agota en una sesión, por eso es importante que pensemos y reflexionemos con base en la lectura del texto que les pedí…

—Les recordamos a los estudiantes que, de acuerdo al reglamento escolar, no se puede comer en el salón de clases. Favor de guardar los alimentos y bebidas para evitar una sanción.

Volvió a escucharse por la bocina el recordatorio del reglamento, lo que sacó por un instante al profesor del tema que apenas iniciaba.

—Rosaura, por favor guarda tu lata de refresco y las papas. Entiendo tu necesidad de alimentarte o el simple hecho de que tengas hambre, pero evita que nos vuelvan a llamar la atención, porque no sólo te pueden sancionar, sino a mí también y supongo que no quieres eso.

—No profe, disculpe.

Julio César no se acostumbraba por completo a las observaciones que de cuando en cuando se hacían por medio de la bocina, pero hacía tiempo que en junta con directivos había hecho observaciones con respeto a lo molesto que resultaban las interrupciones por ese medio y que además eran intrusivas y una falta de respeto a la labor docente, algo propio del síndrome “1984”. El director, que desconocía a Orwell, sólo atinó a responder que “eran políticas institucionales y que no podían alterarse porque formaban parte de la seguridad, la evaluación docente y el medio más apropiado para mantener el orden”. La discusión se agotaba en ese punto y Julio César ya no quiso insistir a sabiendas de la inutilidad de discutir con un imbécil.

—Les decía que en el texto que les pedí que leyeran encontramos una idea muy importante con respecto a la elección y que, de acuerdo con el autor, todos los seres humanos elegimos no sólo por nosotros sino por los demás porque en toda elección implícitamente proponemos, aunque no seamos conscientes de ello, nuestra visión del mundo a los demás. ¿Leyeron?

Un silencio se apoderó del salón. Miradas esquivas respondían con la intención de que los ojos del profesor se posaran en otros porque entonces la pregunta sería directa y había qué responder y dar alguna explicación. Julio César continuó buscando miradas con toda paciencia.

—Alejandra, ¿leíste?

—No profe…es que no tengo el libro.

—Alberto, ¿leíste?

—No profe, no pude…

—Lourdes, ¿leíste?

—Es que no lo compré, profe…

—Pero les pedí el libro con tres semanas de anticipación y la semana pasada comenzábamos con el tema, por eso era importante tenerlo, por lo menos hubieran sacado copias del capítulo quienes no lo tienen todavía o lo perdieron.

—Le recordamos, profesor, que una vez iniciado el ciclo escolar no está permitido pedir más materiales ya que previamente los estudiantes adquieren los libros que habrán de llevar durante el curso. Cualquier material que no esté contemplado en la lista oficial que se les entrega a los estudiantes está prohibido.

A pesar de que era frecuente escuchar diversos mensajes durante una clase, el profesor Julio César había perdido momentáneamente el hilo de su discurso; se quedó pensativo unos minutos, dando vueltas al salón intentando retomar el tema.

—Les decía que teníamos que leer el tema de la elección y…si no leen no podemos avanzar, por ello quiero insistir en la lectura porque es una forma de diálogo con un autor, como una forma de encuentro entre dos mentes y…

—Le recuerdo, profesor, que su tiempo está corriendo, han trascurrido siete minutos y aún no inicia el tema. La observación que está haciendo a los estudiantes está fuera de lugar. Recuerde que su desempeño en clase será evaluado en función de la optimización del tiempo.

Julio César se quedó pasmado. Machetazo a caballo de espadas; el tema de la elección formaba parte del pensamiento de Jean Paul Sartre y ahora, justo con la intervención de la voz en la bocina interrumpiendo su discurso, sentía la náusea, una sensación de extrañeza consigo mismo, como si él no fuese él sino otro; no era precisamente un desdoblamiento de su personalidad, sino como si su cuerpo, el lugar en el que se encontraba, los estudiantes frente a él y hasta el tiempo fuesen algo completamente ajeno, distinto. En un instante todo dejaba de ser familiar, conocido, peculiar, normal o regular, eso que por su misma esencia resulta monótono porque siempre está ahí. Eso era la náusea de la que hablaba Sartre y en ese momento concreto él, hombre concreto, estaba en ella. Por un instante miró al frente, vio todos esos rostros jóvenes, algunos lo veían, otros volteaban a los lados, algunos comenzaban a platicar entre sí y otros más esperaban a que continuara dando su clase. Los instantes pasaban y Julio César había perdido la noción del tiempo, como si este se hubiera detenido o suspendido. De pronto salió de su ensimismamiento al regresar la voz.

—Profesor, han pasado tres minutos, sumados a los siete anteriores y aún no ha comenzado su clase. Le quedan cuarenta minutos y el temario tiene contemplados, de acuerdo a la dosificación, tiempos muy específicos que no pueden alterarse, así que prosiga y evítese una recomendación. Le informo, por si no lo recuerda, que tres recomendaciones implican una sanción que puede traducirse en un descuento en sus honorarios.

Julio César sintió como si le hubiesen dado una descarga eléctrica en los güevos y respondió con toda la indignación posible.

—¡No tengo idea de quién esté detrás de esa bocina! ¡Desconozco su voz, pero al parecer alguien está observando con detalle todo lo que ocurre en este espacio y en otros! ¡Sus intervenciones resultan ofensivas no sólo porque interrumpen la clase, sino que han señalado aspectos que deben tratarse en situaciones distintas y en otros momentos!

—Esta institución —respondió la voz— está certificada con bajo la norma ISP 90100-22 y de acuerdo a la misma todos los procedimientos que se llevan a cabo deben estar constantemente observados, valorados y evaluados, por ello, todo lo que se realice al interior del aula requiere de una intervención constante.

—Pues me parece molesto porque es una forma muy extrema de intromisión en asuntos que resultan fuera de lugar y absurdos porque al desconocer quién está detrás de esa bocina todo parece indicar que hay una discusión entre una máquina y una persona o bien, alguien detrás de un aparato que no se hace presente ni se identifica si es que es alguien o sólo es un simple software que responde de manera programada. Creo que esto no nos conduce a nada y pediría a la persona que, evidentemente está al tanto de lo que hago y digo, me permita continuar con mi trabajo y deje de molestarme e interrumpirme porque después de todo esto es una falta de respeto a mi trabajo, a mí y a todos estos estudiantes que de la misma forma pierden el tiempo en algo sin sentido.

—Nuevamente está usted ocupando el tiempo en algo que extralimita las funciones de un trabajador educativo. Su tiempo se agota y eso, como le he dicho antes, se considera como parte de su evaluación. La acumulación de faltas a los lineamientos, reglamentos, códigos, reglas, estatutos, políticas, pautas y normas institucionales es un elemento sustancial para considerar una futura contratación.

—Ahora resulta que una máquina va a dictarme y recordarme lo que tengo qué hacer. Esta discusión es inútil y por ello no pretendo continuar con esta situación absurda. ¿O hay alguna alternativa?

—La única posibilidad es que usted continúe su clase sin salirse un ápice de los lineamientos, reglamentos, códigos, reglas, estatutos, políticas, pautas y normas institucionales, mismas que se han señalado y que usted al firmar su contrato con la empresa debió leer y conocer a fondo; le recuerdo que además como trabajador usted firmó un documento oficial que le obliga a ajustar su conducta, comportamiento, actitud y acciones a los lineamientos establecidos. Sin embargo, ha perdido veinte minutos de su clase y sólo quedan treinta para concluir, por tanto, al exceder el tiempo establecido se le hará un descuento por el tiempo no utilizado para la sesión y a partir de este momento, cada minuto que desperdicie se descontará del pago por hora.

Era demasiado. Julio César se quedó observando un momento la bocina. Sobre la misma a unos cinco centímetros aproximadamente, se encontraba una cámara. Julio César se llevó las manos a la cintura, tocó la hebilla de su cinturón, una hebilla metálica gruesa que no sólo cumplía su función de ajuste, sino que podía ser utilizada como un arma de mediano alcance en situaciones de riesgo. Desató su cinturón, enredó en su mano una parte del extremo opuesto a la hebilla y acercándose lanzó un certero golpe a la bocina que, al primer impacto rodó por el suelo. Se produjo un leve sonido y al segundo golpe caían los últimos trozos de bocina dejando ver unos cables. Inmediatamente tomó distancia, soltó nuevamente otro golpe, esta vez más certero y voló en pedazos la cámara. Los alumnos quedaron pasmados por un instante y comenzaron a aplaudir; Julio César volteó a verlos con una enorme sonrisa dibujada en su rostro y comenzó su clase.

—Cuando uno decide hacer algo, toda la carga moral y emocional es nuestro respaldo, muchachos. Ninguna decisión es neutral, inofensiva ni intrascendente y cuando uno toma la decisión de hacer esto o dejar de hacerlo siempre hay una consecuencia. La vida en todas sus manifestaciones no es estática, todo cambia, todo está en constante movimiento y acción y como seres humanos nosotros, día con día decidimos y debemos hacerlo asumiendo las consecuencias de nuestros actos porque esa es una forma de reafirmarnos como seres humanos.

Al concluir la clase, los alumnos volvieron a aplaudir. Julio César sabía que era el último día en esa escuela porque no sólo había transgredido los lineamientos, reglamentos, códigos, reglas, estatutos, políticas, pautas y normas institucionales y toda esa mierda discursiva y vacua, sino que había hecho añicos la bocina y la cámara. Un big brother menos era bastante, un triunfo personal, concreto y extraordinariamente satisfactorio. Se despidió de sus alumnos citando a Hesse:

—Jóvenes, recuerden esta frase: “Para nacer, hay que destruir un mundo” Hasta luego.

Al día siguiente el director fue informado por el personal de intendencia de los restos de bocinas y cámaras regados en el piso de todos los salones. Todas las cámaras y las bocinas estaban destruidas. El director elaboró, de mala gana y con un gesto que anticipaba una junta muy difícil, un reporte al consejo de administración de la escuela.

En el patio, durante el receso, se respiraba un ambiente distinto y todos los alumnos parecían estar en el paraíso, sonrientes, tranquilos y disfrutando un baño de sol, al menos por un instante magnífico e irrepetible.


*Cuento del libro Camarada Pedro y otros cuentos subversivos.





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