viernes, 11 de diciembre de 2020

Un poco de historia*

Los mexicanos siempre hemos disfrutado el placer y sufrido el exceso que brindan las bebidas espirituosas. Fray Bernardino de Sahagún informa en su Historia General de las cosas de Nueva España que los naturales de estas tierras asignaban un signo, semejante al zodiacal, para cada periodo del año. Afirmaban que bajo el dominio del Ome Tochtli, Dos conejo, nacían individuos con una incontrolable inclinación a beber. Cuenta Sahagún que todo aquel que pertenece a ese signo “en despertando a la mañana bebe vino, no se acuerda de otra cosa sino del vino y así cada día anda borracho, y aun lo bebe en ayunas, y en amaneciendo luego se va a las casas de los taberneros, pidiéndoles por gracia el vino”. Por eso, en prevención de este tipo de conductas, la ingestión etílica era severamente prohibida entre los jóvenes mexicas, llegando a aplicar el castigo de apalearlos hasta la muerte si eran sorprendidos en dicha actividad.

Sin embargo, en las fiestas y convites se permitía a las personas mayores disiparse un poco. Nos dice Sahagún que “a la noche los viejos y viejas juntábanse y bebían pulcre (sic) y emborrachábanse. Para hacer esta borrachería ponían delante de ellos un cántaro de pulcre, y el que servía echaba en una jícara y daba a cada uno a beber”.

Con la llegada de los españoles se introdujo el consumo de vinos y licores españoles que contribuyeron al mestizaje del gusto nacional y se convirtieron en rivales de los fermentados del agave. En el consumo se reflejó también el sistema de castas. El vino era la bebida de peninsulares y criollos, así como el pulque, la de los indígenas y mestizos.

De acuerdo con un acta de Cabildo de la capital de la Nueva España, el 18 de noviembre de 1546 se concedió licencia para abrir una taberna a un individuo llamado Juan Pablo (no dice su apellido). Diez años después ya eran doce los establecimientos que comerciaban con licor, pero tenían prohibido abrir de noche y vender bebidas a indios o negros.

Cuenta Alejandro Rosas que en la ciudad se habían abierto tabernas en donde se bebía vino y cerveza: “existía casi una taberna por calle: en la plaza mayor, en la plaza menor (junto a la catedral que estaba en plena construcción), en la calle de Santo Domingo, en Tacuba, en San Francisco —hoy Madero—, en San Agustín, y hacia 1629, antes de la terrible inundación que propició la refundación de la ciudad en otro lugar, se contabilizaba
n 340”.

Ya para mediados del siglo XVIII, proliferaban los expendios de neutle en las calles. Eran pequeños puestos donde se vendía comida, se escuchaba música y, ya entrados en gastos, hasta se cantaba y bailaba, por lo que con frecuencia el holgorio acababa en pleito con muertos y heridos. En su intento por regularlos, las autoridades virreinales exigieron a los puestos un nombre y un letrero que los identificara. Así se dio vuelo el ingenio popular bautizando pulquerías como La Tumbaburros, La Sancho Panza o Juanico El Monstruo.

El jesuita Francisco Xavier Clavijero en su Historia antigua de México (1780) describe el carácter y costumbres de los mexicanos: “Son y han sido siempre muy sobrios en la comida, pero es vehemente su inclinación a los licores espirituosos. En otro tiempo la severidad de las leyes los contenían en su beber; hoy la abundancia de semejantes licores y la impunidad de la embriaguez los han puesto en tal estado, que la mitad de la nación no acaba el día en su juicio.”

Cuenta Luis Felipe de la Piedra y Matute que en la Ciudad de México, a una taberna o a un bar se le llama cantina porque “en tiempos de la Colonia se adaptaron negocios de venta de ultramarinos en accesorias en las que más tarde se les ocurrió colocar un muro que dividiera la tienda en dos partes, una para expender mercancía de alimentos de ultramarinos y la otra para el servicio de consumo de vinos con mesas redondas pequeñas”.

Dice Francisco Liguori que al muro de división “se le hizo una ventanilla que permitía pasar de un lado a otro una canasta o bolsa que contenía las bebidas”, a la que llamaban “cantina”, por lo que con el paso del tiempo el lugar donde se expendían bebidas alcohólicas pasó a llamarse con el mismo nombre.

El cronista Salvador Novo, comenta que la presencia en la capital de los soldados norteamericanos durante la invasión de 1847, motivó que en ciertas fondas establecidas de la calle de Palma, se empezaran a vender licores fuertes y se acondicionaran barras, pianista y “señoritas” disfrazadas a la usanza del viejo oeste.

Comenta Paco Ignacio Taibo II que los invasores franceses de 1862 traían 400 mil raciones de vino para seis mil soldados, además de varias mujeres de gorritas rojas y falditas azules que hacían de cantineras entre la milicia. En esta época se pusieron de moda las bebidas europeas entre las clases acomodadas.

En el siglo XIX, a pesar de las guerras y epidemias, la población fue incrementándose, y también las pulquerías, que para 1864 ya habían rebasado las quinientas tan sólo en la Ciudad de México.

Afirma Armando Jiménez que “a la muerte de Maximiliano, los liberales sacaron a remate los vinos de la bodega imperial, provenientes de las mejores cosechas de Europa, los cuales enriquecieron el surtido de los primero establecimientos. Al comprar candelabros, vajillas y cristalería con el escudo impuesto por el barbado emperador, los cantineros dieron a sus comercios un tono de elegancia, en ocasiones exótica, pues cubrían las modestas mesas con manteles de grueso lino o de brillante alemanisco que ostentaban el águila imperial”.


En 1890, en pleno porfiriato, se instala el alumbrado público en la capital, y se va desplazando al pulque por la cerveza en el gusto nacional. Entonces surge el concepto del bar, tal como hoy lo conocemos. Así lo recuerda Rubén M. Campos: “Quien empujara la vidriera suelta y giratoria de un bar, quedaba asombrado al primer golpe de vista, que le presentaba una multitud sedienta y alegre, apiñada en el muelle, como se llamaba al mostrador en que los cantineros preparaban y servían constantemente las bebidas heladas, cocktails deliciosos que eran frescura y energía, deleite al paladar y al cerebro, o los menjuleps odorantes a las hojas de menta batidas con trozos de hielo en los cubiletes, agitados como sonajas para verter los tónicos sabrosos en los vasos cristalinos, de los que serían absorbidos en pajas ambarinas por las bocas sedientas.”

Fue tal el éxito de estos establecimientos que para la primera mitad del siglo XX ya había más de 150 cantinas en el Centro Histórico de la capital. Hoy sobreviven menos de la mitad de estos “templos de Baco”, a los que los viejos bebedores entramos con auténtica veneración porque forman parte de nuestro propio patrimonio íntimo y lleno de historias.

*Texto publicado en Play Boy México 185, marzo de 2018.

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