miércoles, 23 de diciembre de 2020

Dicen que tuve Covid


 Para Luis Fernando Borja Hernández:

enfermero, doctor y maestro.

1

Duermo mal. Despierto con una fuerte punzada en el pecho. Como cuando al correr se siente lo que llaman “dolor de caballo”, pero en un nivel superlativo, a lo cabrón. Se me dificulta respirar. Mientras más quiero jalar aire más me duele. Pienso que es el esófago (los días anteriores he bebido mucho y comido poco), la vesícula o incluso que tengo rota una costilla (un dolor semejante, pero éste es más agudo y más intenso cuando aspiro).

Acudo a un hospital privado a hacerme una tomografía para saber la causa del malestar. La doctora con las imágenes en la mano me dice muy seria.

−Tiene Covid, aquí no tratamos esa enfermedad, necesita irse a un hospital donde lo atiendan.

−¿Cómo sabe que tengo eso si ni siquiera me ha hecho una prueba? –le replico.

−Las lesiones que presenta el pulmón sólo las provoca el Covid.

Mientras llega la ambulancia yo trato de entender qué pasó. Cómo es posible. Siempre uso cubrebocas en la calle, llevo gel desinfectante, evito aglomeraciones y no subo al transporte público. Más allá de una leve calentura que alivié con paracetamol el sábado de la semana antepasada, nunca tuve tos, ni catarro, ni malestar en el cuerpo, y siempre pude oler y saborear las pancitas, birrias y barbacoas que me impone mi dieta. Si acaso el miércoles de la semana pasada me empezó una especie de calambre en la pantorrilla derecha que yo atribuí a las secuelas de una luxación en el tobillo.

Entran camilleros uniformados de naranja, con cubrebocas, lentes y careta, me introducen en una cápsula de plástico. Al salir del hospital, los policías, recepcionistas y enfermeras que me recibieron a la entrada, ahora nos miran detrás de los cristales de los cubículos como si ante sus ojos desfilara un cortejo fúnebre. Un camillero me dice:

−Qué miedo te tienen.

Antes de subir a la ambulancia, mi familia, con los ojos llorosos, se despide agitando la mano.

Buscamos hospitales hasta que vamos a dar al 20 de Noviembre. Ya para entonces resiento más la falta de aire. Mis uñas se amoratan como cuando uno se mete en agua fría. Los camilleros me llevan por los pasillos del hospital. Veo pasar las interminables luces del techo. En el elevador me entra la desesperación. Por más que quiero jalar aire solamente siento la tremenda punzada en el pecho. Comienzo a patear la cápsula. «¡Sáquenme de aquí!», quiero gritar pero me falta el aire.

−¡Tranquilo, tranquilo, ya llegamos! –dice el camillero.

Las enfermeras me colocan de inmediato una mascarilla de oxígeno, me inyectan, supongo que un fuerte calmante, y proceden a aplicarme la primera de muchas venoclisis en la muñeca. Tardo un rato en normalizar mi respiración, pero continúa el dolor del pecho y la falta de aire.

Si el placer nos eleva y hace que rebasemos nuestros límites mentales y corporales; el dolor nos los hace patentes, concretos, presentes, nos devuelve a nuestra humanidad más vulnerable, a nuestra condición más frágil.

Esa tarde me llevan por una peregrinación de pesadilla a distintas salas del nosocomio para tomarme placa torácica, ultrasonido, electrocardiograma, tomografía de contrastes y todos los exámenes que den cuenta pormenorizada de mis dolencias.

De nuevo en el triage de enfermedades respiratorias, el doctor dicta mi sentencia:

−Tuviste una embolia pulmonar que te provocó un infarto. Te vas a ir con los enfermos de Covid.

No tengo ninguna reacción, sigo abismado en el dolor.

No sé cuánto tiempo pasa, pero llegan dos enfermeras a rasurarme las piernas y las ingles con rastrillos que parecen uñas de gato. Recuerdo que la depilación es el preámbulo de las operaciones quirúrgicas. «¿Qué me van a hacer?», pienso. «Lo que sea con tal de que se me quite este dolor de la chingada».

En la helada sala de hemodinamia se presentan los doctores con cubrebocas, gogles, careta y guantes. Me siento víctima de una abducción. Los extraterrestres me revisan en una plancha y un brazo mecánico como de robot baja a la altura de mi pecho. Hacen una incisión en la ingle por donde introducen unos catéteres muy delgados. Los doctores observan el movimiento de los cables desde dos monitores e intercambian comentarios que no comprendo. No es propiamente dolor, pero siento cómo reptan los catéteres entre mis venas. En la pantalla se observa su viaje por un mapa desconocido, una imagen muy difusa, lejos de cualquier forma humana. Para un neófito como yo es imposible descifrar la ruta. Calculo que la intervención se tarda más de una hora. Uno de los doctores dice:

−Ya te quitamos los trombos y te dejamos algo que te va a aliviar el pulmón.

Desalojan rápidamente la sala, comentando la operación con el mismo interés de un público que ha visto la misma película muchas veces. Estoy desnudo y ensangrentado en la plancha de esta bodega de carnes frías.

Se acerca una señora, ignoro si enfermera o afanadora, que me pregunta como para hacer la plática:

−¿Y usted a qué se dedica?

−Soy pro-fe-sor… de pre-pa –respondo con esfuerzo.

−¿Y qué tal se portan los muchachos?

−Di-fí-ci-les.

−Son tremendos… tengo un nieto de catorce años que el otro día se fue al cine con su novia, una chamaquita de trece y me regresó todo chupeteado del cuello. Cuando le reclamé me dijo que ella fue la que le insistió. “Pues no te vaya a insistir en otra cosa y la dejes panzona porque ahí sí yo no voy a cargar con tus responsabilidades”, le aclaré de una vez…

Se me cierran los párpados. Afortunadamente dos guardias de seguridad haciendo de camilleros vienen por mí. Me suben a Terapia Intensiva. Allí las enfermeras me conectan al oxígeno, cambian la venoclisis y me sujetan el brazo a un baumanómetro automático.

Después una enfermera me coloca un catéter en el pene. En el ojo del glande para ser precisos. Me pide que orine. Le digo que siento que ya lo estoy haciendo. Dice que no sale. Pide ayuda a otra enfermera que con singular desparpajo me aprieta las pelotas para empujar el líquido que sube de inmediato por el catéter. La primera, jubilosa aprendiz, hace lo mismo para ayudarme a evacuar.

Cuando estoy a punto de dormir, llega un doctor a hacer un ultrasonido cardiaco. Me pega varios sensores en el pecho y prende el monitor. Parece como si quisiera enterrarme unas perillas en los costados. En la pantalla aparece una caverna en sepia. Al fondo se expande y contrae una figura informe que supongo es el corazón. Lo miro con detenimiento y descubro que abajo hay dos mesas y en ellas  conversan las parejas. No hay sonido pero veo claramente que una de las parejas, él de sombrero y mirada torva, ella de escote y falda ceñida, se levantan a bailar un tango. Lo identifico por los movimientos.

Siempre lo sospeché y ahora lo confirmo: mi pecho es un antro de mala muerte.

Días después cuando se lo platico, la doctora dice que la hipoxia puede causar alucinaciones.

2

Despierto conectado al concentrador de oxígeno, con canalización en la muñeca y baumanómetro automático que periódicamente se infla como un bravucón y me zarandea del antebrazo.

Duermo a ratos porque continuamente pasan enfermeras y laboratoristas con afán vampírico, que vienen a tomarme muestras de sangre y a darme piquetitos en los dedos para revisar el nivel de glucosa. “Le va a doler un poquito”, dicen, pero duele un muchito. “Ay, perdón”, se disculpan con fingida pena.

Doctores y enfermeras visten uniforme, encima llevan cubiertas azules como de fieltro, hasta en los zapatos. Usan cubrebocas, gogles y guantes; algunos también llevan caretas y cascos. Me siento como en una película de beduinos a quienes sólo se les ven chispear los ojos en este desierto blanco que huele a cloro y alcohol.

Lo que más vulnera es que no permiten la entrada a los familiares y tampoco hay comunicación con ellos. Lo único suave y cálido son las manos y la voz de las enfermeras a través de los guantes y el cubrebocas. Los doctores siempre suenan autoritarios y explican con demasiada rapidez o con términos técnicos que no comprendo.

Todos trabajan a marchas forzadas. Se sobreponen a la falta de equipo y medicamentos, a la falta de personal, a la depresión que causa ver cómo se extingue y muere un paciente. Una enfermera atiende un promedio de 10 pacientes. En las noches sólo hay uno o dos doctores para los enfermos de esta área.

Sin embargo se dan tiempo para darme un coctel de pastillas que incluye antibióticos, anticoagulantes y la famosa cloroquina. Me acercan el cómodo para defecar y luego limpian el batidillo, me bañan, me secan, me ponen la bata. Logran que me invada un sentimiento de impotencia, pero estoy débil, cansado, adolorido, a expensas de la caridad de estos extraños que ahora son como mi familia. Siempre se presentan diciendo su nombre y aunque no puedo verles los labios distingo una sonrisa en sus ojos cuando puedo sentarme o sostener el vaso de agua, mis avances son su logro, están conmigo en los peores momentos, como dicen mis alumnos: “son rifados”.

Voy mejorando, se me quita el calambre de la pierna y se atenúa el dolor de los costados: ya puedo respirar. No tan profundo como quisiera pero me entra aire. Por fin me quitan el catéter del pene.

Todo el arte y la ciencia adquiridos en más de cincuenta años de vida ahora se concentran en acompasar mi ritmo respiratorio y en atinarle a la boca del pato de la micción.

3

A terapia intensiva bajan los que salen de la intubación. Pasan las cápsulas empujadas por camilleros. Se anuncian con el sonido de los ventiladores. A su paso se hace el silencio de una procesión. Vienen de saludar a la muerte. Van sedados y bocabajo. Las miradas serias de enfermeras y doctores dan cuenta de la gravedad del paciente. Siguiendo a las cápsulas, va personal de seguridad rociando sanitizante por el camino que recorren. No sé por qué me recuerdan los sahumerios de los monaguillos en la misa.

Dicen que sobreviven solamente cuatro de cada diez. Antes de intubarlos, si todavía pueden hablar, se les permite hacer una llamada para despedirse de su familia. Pasan días o semanas en coma inducido, con el tubo en la garganta; eso les hace perder el tono muscular y a la larga el correcto funcionamiento del diafragma. Cuando despiertan, se tardan horas en reaccionar. Por lo regular no saben dónde están ni qué fue lo que pasó. La terapia los ayuda a recuperar su función respiratoria e incluso, dependiendo del daño, a volver a caminar.

4

Respeto la cercanía de los compañeros más graves, pero en mi interior procuro evitar el impacto de las impresiones. Desde que me despedí de mi familia me propuse estar con buen ánimo. Como todo ocurrió de manera tan imprevista tampoco tuve tiempo de asustarme. No me permito pensar en dios o en la muerte. Trato de no preocuparme por lo que pasa afuera. No quiero desesperarme, deprimirme o sumergirme en la autocompasión. Mejor pienso en lo primero que voy a hacer cuando salga del hospital. Mi metafísica se limita a la imagen de unas enchiladas de mole y una botella de mezcal.

Mientras me atienden platico con enfermeras y camilleros.

−Aquí es una guerra continua que empieza y termina cada 14 días, de ver si uno no está enfermo. Ayer cayó un administrativo y la mujer policía de la entrada. Se sintieron mal y cuando pasaron al doctor ya no salieron. Las mandaron a confinamiento. Ya muchos compañeros han muerto. Yo me enfermé hace dos meses, fui asintomático, pero cuando me enteré que lo tenía me entró la preocupación de haber contagiado a mi familia. Se hicieron la prueba y por suerte ninguno salió positivo. Me tuve que confinar y gracias a dios salí rápido.

Las noches son frías. Nada más me cubre una bata y una sabanita. Pasan las enfermeras a revisar mis signos vitales. Cuando preguntan qué necesito siempre pido otra sábana. Una doctora que me encuentra encogido de frío, me envuelve los pies con una sábana más.

−¿Su familia no le ha traído un cobertor? –pregunta.

−No he tenido comunicación con ellos –respondo.

−Le voy a pedir a la Trabajadora Social que se los comunique.

−Le agradezco. Son ustedes muy amables. No sé cómo le hacen después de todo el trabajo que tienen aquí.

−Hay que poner buena cara, ¿si no cómo vamos a darle ánimo a los pacientes? Aunque nos sintamos deprimidos hay que salir contentos a trabajar. Más ahora que va en aumento la pandemia. Ya vimos que cuando hay fiestas: Día de las Madres, del Padre, de la Independencia; dos semanas después nos empiezan a llegar más contagiados.

5

En las camas del covitario está representada gran parte de la sociedad: campesinos, obreros, empleados, profesionistas. Cuentan cómo se contagiaron. Habla don Antonio, patrón de un taller mecánico:

−No supe ni cuándo lo agarré. Me empezó como un dolor en el cuerpo, tos y estornudos. Fui con dos médicos que me recetaron lo de una gripa. Como no me componía fui con una doctora que me dijo que era Covid. También mi esposa se enfermó. Los dos llegamos juntos al hospital.

“Las primeras noches no pude dormir, no sé si por el estrés o por efecto de alguna pastilla, veía alucinaciones horribles, todas las pesadillas que luego trae uno guardadas: perros y murciélagos que me querían morder. Para distraerme me puse a recordar un libro que he leído muchas veces y me sigue gustando: El amor en tiempo del cólera. Repetía cómo empezaba la novela, cuántos capítulos tenía, la recorrí otra vez, la recompuse, me imaginé otros finales (…)

Otro día, oí cómo al vecino de cama le daban el celular para despedirse de su familia porque ya lo iban a intubar. Era comerciante, primero habló con sus hijos para ponerlos al tiro y luego con su esposa. Les dio instrucciones, muy tranquilo, sin que se le quebrara la voz. No oí qué le dijeron, pero creo que eso lo animó porque a partir de ahí empezó a mejorar, le echó muchos güevos y ya no tuvieron que intubarlo.”

6

Voy evolucionando bien. Me quitan los medicamentos del Covid. Ya puedo pararme para ir al baño.

El doctor de terapia intensiva me anuncia:

−Lo felicito, ya lo vamos a dar de alta. Ya la libró, afortunadamente llegó usted a tiempo. Muchos no quieren venir porque dicen que aquí los matamos y cuando llegan ya es muy tarde.

Al salir de terapia intensiva, me aplauden dos enfermeras:

−¡Muy bien, muy bien! ¡A echarle ganas!

Por primera vez, desde que llegué, siento ganas de llorar.

7

Me llevan en ambulancia hasta la casa. En la hoja de mi alta está escrito: “Embolia pulmonar con mención de corazón pulmonar agudo. Coronavirus como causa de enfermedad”. Bajo en camilla. Los vecinos me miran desde sus ventanas. Levanto las manos haciendo la V de la Victoria.

Todavía me pregunto si tuve Covid porque no presenté los síntomas comunes, no contagié a nadie, ni familia ni amigos, y me retiraron los medicamentos contra esta enfermedad a los dos días.

Lo que sí puedo atestiguar sobre este virus mutante y matrero es que entra por las vías respiratorias y por su condición canalla puede atacar muchas partes del organismo, sobre todo las que ya presentan algún daño. Me dicen que por la mutación de las cepas ya no hay garantía de inmunidad o, si acaso, por un periodo muy breve de dos o tres meses.

Pienso que afortunadamente ingresé a un Hospital del Sistema Nacional de Salud que, incluso con la falta de tecnología y de personal, atiende a muchos mexicanos de pocos recursos, quienes no podrían cubrir los costos de un hospital privado ni vendiéndole su alma al diablo.

De esas dos semanas me llevo una experiencia muy valiosa, una monedita de oro que voy a atesorar hasta el fin de mis días en la voraz alcancía de mi existencia loca.

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