jueves, 27 de febrero de 2014

Los tres tiempos del cuento

Historia de una perdida.
Cristina de la Concha.
Eterno Femenino Ediciones.
México, 2013.

Primer Tiempo

Decía Eduardo Galeano que de la partícula gno del indoeuropeo se derivaron palabras del latín como gnosis (conocimiento) y narrare (narrar). En los últimos siglos, con el desarrollo cada vez más especializado de la ciencia, esta relación entre conocer y narrar nos parece, por decir lo menos, sospechosa.
No fue así en un principio, cuando los viejos de la tribu instruían a los jóvenes por medio de narraciones alrededor de una fogata. Los cuentos eran las formas orales en que se transmitía el conocimiento de generación en generación. Así ocurrió por siglos. Incluso en algunas escuelas esotéricas o religiosas de hoy en día, los cuentos iniciáticos preparan al aprendiz en el manejo de símbolos y valores fundamentales de su doctrina. De esta forma los cuentos constituyen una suerte de epifanía.
Cuento es conocimiento, pero ante todo entretenimiento. Una forma de conjurar a la muerte. Así lo hizo Schahrázád ante Shahryar, más de mil noches, y en vez de recibir la muerte acabó engendrando al hijo del Sultán. Ya desde esta famosa recopilación el cuento iba variando sus estructuras con tal de mantener un suspenso que mantuviera en vilo a su espectador. Los cuentistas persas eran expertos en el arte de seducir al caminante, de ese suspenso dependía el valor de las monedas que recibían. Sin embargo, mantener esta habilidad subsidiaria del gesto y de los trucos de la voz fue un verdadero reto para la mera escritura y sus limitados recursos.


Segundo Tiempo

Con la Revolución Industrial y el desarrollo de la locomotora, surgió el cuento moderno, el que sostenido en estructuras más eficaces buscaba conseguir una impresión más duradera en un lector pasajero. Aquel que no tenía el tiempo de los largos viajes en tren o diligencia, sino el que sólo podía leer entre una estación del tren y la siguiente, entre un pueblo y otro. Para conseguir este efecto, ya Edgar Allan Poe afirmaba que la principal característica del cuento debía ser su “unidad de impresión”, es decir que el autor debía buscar cuidadosamente “cierto efecto único y singular”. Lo consiguieron magistralmente los cuentistas del XIX, como Gogol, Maupassant, Bierce o Tolstoi, quien aportó a la definición del género el binomio de que a cada emoción (una emoción), corresponde una idea. Estos esfuerzos por lograr una impresión imperdurable aumentaron las exigencias para los autores. Entonces cada texto tenía que cumplir con aquella definición popular: “El cuento es algo que se lee en una sentada pero se recuerda toda la vida”.
Las búsquedas formales de los cuentistas del siglo XX alcanzaron una concisión y una intensidad que en el rigor de su diseño y en la flexibilidad de su estructura se acercaron a la poesía. El cuento se convirtió en un mecanismo minucioso y dirigido a la producción de emociones específicas. Con maestría contaba dos historias, una superficial y aparente que escondía otra secreta y contundente. Ya el viejo Hemingway lo había dicho en su teoría del iceberg: lo más importante nunca se cuenta, “la historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobrentendido y la alusión” (1).
Con el desarrollo de los medios de comunicación electrónica se llegó al colmo del efectismo y la sorpresa con las minificciones, verdaderas joyas de un ejercicio preciosista, adecuadas para leerse entre una estación y otra del Metro. Oscilando entre el chiste y el poema, el cuento se volvió ejemplo de tensión, una especie de “exorcismo” -en palabras de Cortázar- con un final de “puñalada” –según Edmundo Valadés.

Tercer Tiempo

En la segunda mitad del XX, el cuento moderno se transformó. De acuerdo con Ricardo Piglia, abandonó los finales sorpresivos y la estructura cerrada para trabajar la tensión entre dos historias sin resolverlas: “La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a la Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola.”(2)
Actualmente no basta con tener una buena anécdota y un léxico abundante para contarla. El título, el gancho de la primera oración, el apretado desarrollo, la lógica del personaje, el clímax sorprendente, el desenlace inolvidable se volvieron materias de aprendizaje, de exploración y de dominio para el cuentista. Aspirar a escribir un cuento es tan endiabladamente difícil como querer diseñar un videojuego. No cualquiera sale avante en el intento. Puede el aspirante terminar escribiendo una viñeta, un chiste o, en el peor de los casos, su epitafio en el mundo de la literatura.
Es por eso, que la escritura de una pieza, y más la de un libro del género significa un verdadero reto en el que se equilibran las tendencias formales de una época con las pulsiones individuales de cada autor. En los 13 textos que integran Historia de una perdida y otros cuentos de Cristina de la Concha, se hace evidente esta búsqueda. Aunque son piezas de diferente factura demuestran el conocimiento de una autora que hace gala de distintos recursos para revelarle al lector las paradojas de lo cotidiano, los elementos que “siempre han estado ahí” sin que el profano los haya visto. A través de una prosa precisa y sugerente se construye una atmósfera de tensión que se rompe en la sorpresa de cada desenlace.

De la Concha consigue, cuento a cuento, ir dejando una impronta imborrable en el ánimo de sus lectores. Con buen oficio coloca, párrafo a párrafo, los peldaños de una escala que conduce hasta el cielo de la imaginación. Un lugar en donde la naturaleza aparente de las personas y las cosas, se aclara para dejarnos ver el milagro o la pesadilla que las habita.

Notas
1.- “Tesis sobre el cuento”. Ricardo Piglia. Formas breves. P. 108.
2.- “Tesis sobre el cuento”. Ricardo Piglia. Formas breves. P. 108.

No hay comentarios:

Publicar un comentario