Historia de una perdida.
Cristina
de la Concha.
Eterno
Femenino Ediciones.
México,
2013.
Primer
Tiempo
Decía
Eduardo Galeano que de la partícula gno
del indoeuropeo se derivaron palabras del latín como gnosis (conocimiento) y narrare
(narrar). En los últimos siglos, con el desarrollo cada vez más especializado
de la ciencia, esta relación entre conocer
y narrar nos parece, por decir lo
menos, sospechosa.
No
fue así en un principio, cuando los viejos de la tribu instruían a los jóvenes
por medio de narraciones alrededor de una fogata. Los cuentos eran las formas
orales en que se transmitía el conocimiento de generación en generación. Así
ocurrió por siglos. Incluso en algunas escuelas esotéricas o religiosas de hoy
en día, los cuentos iniciáticos preparan al aprendiz en el manejo de símbolos y
valores fundamentales de su doctrina. De esta forma los cuentos constituyen una
suerte de epifanía.
Cuento
es conocimiento, pero ante todo entretenimiento. Una forma de conjurar a la
muerte. Así lo hizo Schahrázád ante Shahryar, más de mil noches, y en vez de
recibir la muerte acabó engendrando al hijo del Sultán. Ya desde esta famosa
recopilación el cuento iba variando sus estructuras con tal de mantener un
suspenso que mantuviera en vilo a su espectador. Los cuentistas persas eran
expertos en el arte de seducir al caminante, de ese suspenso dependía el valor
de las monedas que recibían. Sin embargo, mantener esta habilidad subsidiaria
del gesto y de los trucos de la voz fue un verdadero reto para la mera
escritura y sus limitados recursos.
Segundo
Tiempo
Con
la Revolución Industrial y el desarrollo de la locomotora, surgió el cuento
moderno, el que sostenido en estructuras más eficaces buscaba conseguir una impresión
más duradera en un lector pasajero. Aquel que no tenía el tiempo de los largos
viajes en tren o diligencia, sino el que sólo podía leer entre una estación del
tren y la siguiente, entre un pueblo y otro. Para conseguir este efecto, ya
Edgar Allan Poe afirmaba que la principal característica del cuento debía ser
su “unidad de impresión”, es decir que el autor debía buscar cuidadosamente
“cierto efecto único y singular”. Lo consiguieron magistralmente los cuentistas
del XIX, como Gogol, Maupassant, Bierce o Tolstoi, quien aportó a la definición
del género el binomio de que a cada emoción (una emoción), corresponde una
idea. Estos esfuerzos por lograr una impresión imperdurable aumentaron las
exigencias para los autores. Entonces cada texto tenía que cumplir con aquella
definición popular: “El cuento es algo que se lee en una sentada pero se
recuerda toda la vida”.
Las
búsquedas formales de los cuentistas del siglo XX alcanzaron una concisión y
una intensidad que en el rigor de su diseño y en la flexibilidad de su
estructura se acercaron a la poesía. El cuento se convirtió en un mecanismo
minucioso y dirigido a la producción de emociones específicas. Con maestría
contaba dos historias, una superficial y aparente que escondía otra secreta y
contundente. Ya el viejo Hemingway lo había dicho en su teoría del iceberg: lo
más importante nunca se cuenta, “la historia secreta se construye con lo no
dicho, con el sobrentendido y la alusión” (1).
Con
el desarrollo de los medios de comunicación electrónica se llegó al colmo del
efectismo y la sorpresa con las minificciones, verdaderas joyas de un ejercicio
preciosista, adecuadas para leerse entre una estación y otra del Metro.
Oscilando entre el chiste y el poema, el cuento se volvió ejemplo de tensión,
una especie de “exorcismo” -en palabras de Cortázar- con un final de “puñalada”
–según Edmundo Valadés.
Tercer
Tiempo
En
la segunda mitad del XX, el cuento moderno se transformó. De acuerdo con Ricardo
Piglia, abandonó los finales sorpresivos y la estructura cerrada para trabajar
la tensión entre dos historias sin resolverlas: “La historia secreta se cuenta
de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a la Poe contaba una
historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como
si fueran una sola.”(2)
Actualmente
no basta con tener una buena anécdota y un léxico abundante para contarla. El
título, el gancho de la primera oración, el apretado desarrollo, la lógica del
personaje, el clímax sorprendente, el desenlace inolvidable se volvieron
materias de aprendizaje, de exploración y de dominio para el cuentista. Aspirar
a escribir un cuento es tan endiabladamente difícil como querer diseñar un
videojuego. No cualquiera sale avante en el intento. Puede el aspirante
terminar escribiendo una viñeta, un chiste o, en el peor de los casos, su
epitafio en el mundo de la literatura.
Es
por eso, que la escritura de una pieza, y más la de un libro del género
significa un verdadero reto en el que se equilibran las tendencias formales de
una época con las pulsiones individuales de cada autor. En los 13 textos que
integran Historia de una perdida y otros
cuentos de Cristina de la Concha,
se hace evidente esta búsqueda. Aunque son piezas de diferente factura
demuestran el conocimiento de una autora que hace gala de distintos recursos
para revelarle al lector las paradojas de lo cotidiano, los elementos que
“siempre han estado ahí” sin que el profano los haya visto. A través de una
prosa precisa y sugerente se construye una atmósfera de tensión que se rompe en
la sorpresa de cada desenlace.
De
la Concha consigue, cuento a cuento, ir dejando una impronta imborrable en el
ánimo de sus lectores. Con buen oficio coloca, párrafo a párrafo, los peldaños
de una escala que conduce hasta el cielo de la imaginación. Un lugar en donde
la naturaleza aparente de las personas y las cosas, se aclara para dejarnos ver
el milagro o la pesadilla que las habita.
Notas
1.-
“Tesis sobre el cuento”. Ricardo Piglia. Formas breves. P. 108.
2.-
“Tesis sobre el cuento”. Ricardo Piglia. Formas breves. P. 108.
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