(La librería Porrúa presenta en su catálogo My Way/ A quemarropa, primera novela de una trilogía escrita por Miguel A. L. Morgan. De esta historia, Eusebio Ruvalcaba ha dicho que “constituye un desafío literario: cuenta la vida de un hombre en el instante que una bala cumple su trayectoria desde el cañón de la pistola hasta el punto de impacto, que es su propia cabeza”. A continuación viene el prólogo que escribí para esta trepidante novela.)
Hace casi dos mil años, el poeta latino Marco Annaeus Lucanus, escribió que “Sólo a quienes están próximos a morir, les es permitido conocer que la muerte es una felicidad”. Sólo alguien como este orador a quien Nerón obligó a suicidarse a los 26 años, pudo tener la suficiente autoridad moral para sostener una afirmación de esta naturaleza. Y es que la Muerte, a pesar de que los mexicanos la celebramos cada año, la cantamos festivamente y jugamos con ella “a los volados” –como dice un patriótico poema-, sigue siendo un asunto muy serio. Tanto que ya existen especialistas, llamados tanatólogos, que se encargan de preparar a los enfermos terminales para afrontar su lúgubre tránsito.
A pesar de las numerosas investigaciones aún lo ignoramos casi todo. A diferencia de las religiones y las mitologías que ofrecían a los pueblos antiguos versiones tan variadas como el cruce sobre un río, el pasaje hacia otra dimensión por medio de un túnel o el juicio final con ancianos de túnicas etéreas, la ciencia y las leyes actuales muy poco han abonado respecto a lo que ocurre después del fallecimiento, más allá de la putrefacción del cuerpo y de los pleitos entre los herederos.
En contraposición, también existen infinidad de testimonios que hablan de las visiones de la luz y la revisión de la existencia en los instantes posteriores a la inmovilidad del corazón y al aplanamiento de las ondas cerebrales. Neurocientíficos como Rahwn Joseph aducen que las experiencias postmortem son resultado de la hipeactivación del sistema límbico, o en otras palabras, simples alucinaciones o delirios de agonía.
Sean lo que sean las visiones postrimeras -por llamarlas de algún modo-, finalmente en ellas se realiza un suerte de selección estética. Cuando el individuo en trance mortal ve desfilar las imágenes más intensas de su existencia, imita la voluntad del arte frente a la naturaleza, es decir que en un breve espacio consigue una síntesis de la vida que se manifiesta en los últimos instantes con la fuerza de todas sus alegrías, dolores, esperanzas y desengaños.
Son esos microsegundos que prosiguen al deceso, en los que diversos testimonios coinciden en que se hace un balance sereno del recorrido a pesar de la intensidad de las imágenes. Éste es el caso del protagonista de My Way, novela de intriga y juicio, quien delega la capacidad de sindéresis en sus lectores. Somos nosotros quienes investidos como el más alto tribunal debemos dar el veredicto. Se suspende el instante y ante nuestros ojos se despliegan los hechos que condenan, justifican o exoneran al personaje principal. Mientras más lo conocemos, lo comprendemos más humano, más falible y vulnerable. Casi como podríamos ser o haber sido nosotros mismos ante circunstancias semejantes. ¿Quién podría arrojarle la primera piedra?
Sin embargo no se detiene ahí la voluntad del narrador. Después del vertiginoso recorrido por sus últimos momentos, decide explorar los infiernos terrestres, los que existen en el alma de cada hombre. El protagonista, guiado por su intuición e impulsado por su manía, como llamaban los griegos al estado emocional en que se vive en contacto íntimo con Dios, va en busca de una respuesta. En el camino únicamente encuentra más podredumbre.
Novela escatológica en el dominio de ambas acepciones, tanto la que habla sobre “el más allá”, en el ámbito propio del espíritu, como la que se refiere a “el más acá”, en el espacio de los fluidos corporales, My Way es una narración que a través del testimonio de un hombre ante la muerte, nos revela el conocimiento que los dioses ocultan para que los simples mortales puedan proseguir sin sobresaltos el largo y sinuoso camino de la vida.
Hace casi dos mil años, el poeta latino Marco Annaeus Lucanus, escribió que “Sólo a quienes están próximos a morir, les es permitido conocer que la muerte es una felicidad”. Sólo alguien como este orador a quien Nerón obligó a suicidarse a los 26 años, pudo tener la suficiente autoridad moral para sostener una afirmación de esta naturaleza. Y es que la Muerte, a pesar de que los mexicanos la celebramos cada año, la cantamos festivamente y jugamos con ella “a los volados” –como dice un patriótico poema-, sigue siendo un asunto muy serio. Tanto que ya existen especialistas, llamados tanatólogos, que se encargan de preparar a los enfermos terminales para afrontar su lúgubre tránsito.
A pesar de las numerosas investigaciones aún lo ignoramos casi todo. A diferencia de las religiones y las mitologías que ofrecían a los pueblos antiguos versiones tan variadas como el cruce sobre un río, el pasaje hacia otra dimensión por medio de un túnel o el juicio final con ancianos de túnicas etéreas, la ciencia y las leyes actuales muy poco han abonado respecto a lo que ocurre después del fallecimiento, más allá de la putrefacción del cuerpo y de los pleitos entre los herederos.
En contraposición, también existen infinidad de testimonios que hablan de las visiones de la luz y la revisión de la existencia en los instantes posteriores a la inmovilidad del corazón y al aplanamiento de las ondas cerebrales. Neurocientíficos como Rahwn Joseph aducen que las experiencias postmortem son resultado de la hipeactivación del sistema límbico, o en otras palabras, simples alucinaciones o delirios de agonía.
Sean lo que sean las visiones postrimeras -por llamarlas de algún modo-, finalmente en ellas se realiza un suerte de selección estética. Cuando el individuo en trance mortal ve desfilar las imágenes más intensas de su existencia, imita la voluntad del arte frente a la naturaleza, es decir que en un breve espacio consigue una síntesis de la vida que se manifiesta en los últimos instantes con la fuerza de todas sus alegrías, dolores, esperanzas y desengaños.
Son esos microsegundos que prosiguen al deceso, en los que diversos testimonios coinciden en que se hace un balance sereno del recorrido a pesar de la intensidad de las imágenes. Éste es el caso del protagonista de My Way, novela de intriga y juicio, quien delega la capacidad de sindéresis en sus lectores. Somos nosotros quienes investidos como el más alto tribunal debemos dar el veredicto. Se suspende el instante y ante nuestros ojos se despliegan los hechos que condenan, justifican o exoneran al personaje principal. Mientras más lo conocemos, lo comprendemos más humano, más falible y vulnerable. Casi como podríamos ser o haber sido nosotros mismos ante circunstancias semejantes. ¿Quién podría arrojarle la primera piedra?
Sin embargo no se detiene ahí la voluntad del narrador. Después del vertiginoso recorrido por sus últimos momentos, decide explorar los infiernos terrestres, los que existen en el alma de cada hombre. El protagonista, guiado por su intuición e impulsado por su manía, como llamaban los griegos al estado emocional en que se vive en contacto íntimo con Dios, va en busca de una respuesta. En el camino únicamente encuentra más podredumbre.
Novela escatológica en el dominio de ambas acepciones, tanto la que habla sobre “el más allá”, en el ámbito propio del espíritu, como la que se refiere a “el más acá”, en el espacio de los fluidos corporales, My Way es una narración que a través del testimonio de un hombre ante la muerte, nos revela el conocimiento que los dioses ocultan para que los simples mortales puedan proseguir sin sobresaltos el largo y sinuoso camino de la vida.
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