miércoles, 5 de marzo de 2014

Instantáneas IX

Manuel

Cuando me lo dijeron no lo podía creer. De cualquiera lo hubiera pensado. Ya ves que dicen que aquel galán del cine de los sesenta falleció de lo mismo y que el afamado Charro Cantor, aunque murió de otra cosa, también tuvo sus deslices. Afortunadamente vivió en una época en que no existía ese mal. El otro día salió en la televisión que los gringos lo inventaron como un arma bacteriológica y que la experimentaron con los homosexuales porque, además de los negros, ya se les habían convertido en un problema social. Hasta ahí todo era comprensible. Ninguna persona en su sano juicio les hubiera reclamado, pero en algún momento supongo que la prueba se les salió de control. Porque eso de infectar a mi compadre El Gordo, la verdad, francamente ¡no tiene madre!
Lo hubiera pensado de cualquier otro. Nunca de Manuel. Lo conocí desde  la secundaria y sé que tenía sus defectos: relajiento, mentiroso, huevón, es cierto, pero nada que ver con lo que dicen; por lo menos frente a mí jamás dio muestras de ningún tipo de desviaciones, sino al contrario, la mayoría de los compañeros del internado lo conocimos como un cabrón rifado y hasta suertudo con las viejas. Me acuerdo que los padres lo castigaron cuando supieron que traficaba con revistas de encueradas. Mandaron llamar a sus papás y les dijeron que iba por muy mal camino. Eso le ganó la admiración de los compañeros de clase. Y luego, cuando al regreso de unas vacaciones nos platicó que su primo lo había llevado a estrenarse a un burdel, de plano se volvió nuestro héroe. En los recreos nos platicaba que fue con una chichona grandota y güera que se llamaba Susana, y de cómo le lavó la ñonga en una tinaja antes de comérsela. De su sexo peludo y oloroso a pescado, de las posiciones que aprendió, que el francés, que a la cubanita, que el griego. Y de cómo se movía la muy puerca, y hasta de los pujidos de perrita en brama que daba. Lo debe haber contado más de diez veces en medio de la rueda de muchachos morbosos, y acosado por las preguntas que lo interrumpían. Se me quedó tan grabado que ya más grande yo platicaba el mismo recuerdo como si fuera mío. De veras. A veces en la noche, ya en mi cama, después de rezar mi padre nuestro, sacaba esa imagen de mi memoria y me veía en una bacanal
rodeado de morenas como Akita Wilson, rubias como Silvia Kristel y trigueñas como Edwige Fenech, que me ofrecían los melones de sus pechos y las cerezas de sus pezones. Y por supuesto, en el centro no podía faltar la gorda Susana como invitada especial, encaramada sobre mi compadre que hacía bizcos y torcía la boca como Álvaro Vitalli. Era tanta mi imaginación que por mis suspiros me descubría el prefecto y a media noche me llevaba a la dirección a rezar tres aves marías antes de devolverme a mi cama. Al día siguiente amanecía con unas ojerotas que luego me ganaron el apodo de "El Sepulturero".
Yo me acuerdo a veces con risa de algunas cosas del internado. Pero otras realmente las olvidé. Creo que los valores que ahí nos inculcaron nos han servido para ser buenos esposos y padres de familia, y mantenernos en la conducta que nos marca nuestra religión: respeto a Dios y a sus representantes en la Tierra, sobre todas las cosas. Si bien es cierto que luego algunos profesores hacían travesuras con los chamacos y hasta tenían sus preferidos, no era para tanto ni era el caso de todos.
Claro que existen prietitos en el arroz, de cualquiera se puede dudar, pero de quien menos lo hubiera pensado es de mi compadre El Gordo Manuel. Si nunca fue de los amanerados ni estuvo en la estudiantina de la escuela. Él era de los desmadrosos que luego recibían los castigos hasta con una sonrisa, tenía un formidable sentido del humor, le encontraba el lado gracioso a las cosas más terribles, aunque a veces también se pasaba de mamón.
Me acuerdo que por aventar ligazos en la cena, llegaron a encerrarnos en el cuarto de los trebejos en donde decían que espantaban, y nosotros en vez de asustarnos esa noche nos dedicamos a cazar ratas y contar cuentos de terror. Nos divertíamos incluso cuando nos encerraban en el armario o nos hacían hincarnos por horas alzando una Biblia o el catecismo de Ripalda en cada mano. Ya estábamos acostumbrados a los coscorrones, al jalón de patillas o a juntar los dedos para recibir el reglazo. Como quien dice ya habíamos hecho callo en el lomo y no íbamos de chismosos a quejarnos con nuestros papitos, porque además el hecho de decirles que nos habían castigado era peor para nosotros porque suponía que habíamos cometido una falta que lo ameritaba y en vez de reclamarle al prefecto o a cualquiera de los maestros, nuestros papás nos regañaban sin faltar el grito o la bofetada, así que salíamos barridos y regados.  
Nuestros padres sí fueron estrictos. Nos exigieron una disciplina que nosotros ni de lejos les impusimos a nuestros hijos. Por eso cuando los domingos faltaban a la visita lo pasábamos mejor, nada más íbamos a una misa y omitíamos el ángelus del mediodía, jugábamos futbol o veíamos televisión. El domingo era nuestro favorito aunque después en la tarde no hubiera otra cosa que hacer más que aburrirnos… Es cierto que nuestra educación fue bastante rígida y moralista pero esa actitud fortaleció los valores que nos han servido para enfrentar la vida… bueno, y con todo, la verdad no entiendo qué le pasó a Manuel… es más ni siquiera sé por qué te estoy contando esto, no entiendo por qué me acordé ahorita… Caray, es que ya sabes, lo que de veras emborracha es la plática. Mejor te invito otra y te sientas en mis piernas, ¿no?


¿Y quién va a querer acordarse de esa mierda?

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